TECNOLOGÍA, VIDA Y DEMÁS

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Según el artículo adjunto (en inglés), ya se ha conseguido introducir nanomotores en el interior de células humanas y controlar su movimiento – http://spectrum.ieee.org/nanoclast/biomedical/devices/nanomotors-could-churn-inside-of-cancer-cells-to-mush/?utm_source=techalert&utm_medium=email&utm_campaign=021314 -.

Conforme se explica, los nanomotores fueron fagocitados por células cancerosas y, una vez allí, por efecto de un haz de ultrasonidos de alta energía, aquéllos comenzaron a moverse en su interior. Se prevé que, mediante una combinación de ultrasonidos y campos magnéticos, los minúsculos ingenios podrían dirigirse independientemente unos de otros, por lo que su acción sería mucho más efectiva. Sobre esta base, la idea es utilizarlos para tratar el cáncer célula por célula, sea mediante cirugía intracelular o administrando medicamentos sólo a los tejidos enfermos. Aunque los científicos se han apresurado a negar cualquier similitud, esta técnica dispara fantasías, como la que llevó a la pantalla la película “Viaje fantástico”.

La miniaturización de seres humanos sigue siendo ciencia ficción, pero la utilización de dispositivos diminutos para actuar sobre el cuerpo humano a escala microscópica ya parece estar acariciando la realidad. Hace muchos años, un programa de televisión se hacía eco de una supuesta línea de investigación dirigida a devolver a la vida cadáveres congelados, reparándolos célula por célula mediante “máquinas moleculares”. Pero en aquel momento, ante lo remoto de la posibilidad de ser artífices de la “resurrección” de nuestros semejantes, el programa se centraba más en la fascinación del “¿cómo?” que en la metafísica del “¿para qué?” o “¿a costa de qué?”

Sin embargo, cuando los productos de nuestra mente hacen su entrada en la antesala de la realidad el debate suele aumentar su intensidad. Hace algún tiempo, en un programa de radio se discutía el desarrollo de medicamentos capaces de “extirpar” traumas de nuestra memoria. Más allá de lo puramente científico, alguien planteó como objeción a esa “cura” la pérdida de la oportunidad de aprendizaje que puede suponer un hecho traumático, no sólo para el individuo afectado, sino para la colectividad. En esa línea, si la dolorosa experiencia transmitida por nuestros antepasados se ha mostrado eficaz para acabar con las guerras, desde luego no parece absurdo plantearse: ¿qué sería de nosotros si ni siquiera quedara memoria de los conflictos pasados?

Lo único que no plantea dudas es que reflexionar sobre todo aquello que pueda alterar los contornos conocidos de la existencia humana merece la pena, porque puede ser un camino hacia una conciencia más completa de nuestra propia condición.

En lo que respecta a la posibilidad de encomendarnos a la nanotecnología para realizar el milagro de la resurrección, me vienen a la cabeza dos historias:

Un occidental en busca de la paz interior ingresó en una orden budista en la que sólo se le permitiría pronunciar dos palabras una vez cada diez años. Transcurrida la primera década, el recién llegado se dirigió a su superior en el monasterio para decirle: – “Tengo frío” -; inmediatamente éste ordenó que se le proporcionaran más ropas de abrigo. Diez años más tarde, el novicio se dirigió de nuevo a su superior para manifestarle su disgusto por la forma de cocinar los alimentos: – “Comida sosa” -; enseguida el veterano ordenó que se añadiera algo de sal a los platos destinados a aquél. Por fin, treinta años después de su ingreso, el occidental decidió que aquello no era para él e informó oportunamente a su superior: – “Me marcho” -. Poco después, refiriéndose a ello, dicen que este último comentó: “No me extraña, se ha pasado todo el tiempo quejándose”.

La segunda historia tiene que ver con San Agustín. En plena lucha interior por abandonar los vicios de su juventud disoluta, se cuenta que el de Hipona rezaba de este modo: “Señor, ayúdame a ser casto, pero todavía no, todavía no…”

Ambas anécdotas son, probablemente, falsas, pero en mi opinión lo que a cada una de ellas le pueda faltar de verdad, a ambas les sobra de expresividad. La primera ilustra de un modo sorprendente la relatividad del tiempo. La segunda, la ambivalencia de la voluntad: en ocasiones la voluntad humana parece un tejido de estados superpuestos y entonces hacen falta razones muy poderosas para lograr que ésta se decante por uno u otro de ellos.

A partir de los nueve meses los niños empiezan a aprender a aguantar y a soltar. Si se piensa, cualquier actividad física, como andar, comer, hacer sus necesidades o jugar, exige un equilibrio entre el aguantar y el soltar. Además, el niño muestra su fuerza de voluntad cuando es capaz de aguantar y soltar en el momento adecuado. Al aprender a aguantar y a soltar, los niños no sólo desarrollan sus músculos, sino también su voluntad.

Seguramente un elemento de gran peso en ese aprendizaje y, por tanto, en el desarrollo de la voluntad, es la conciencia, aunque sea difusa, de que hay ocasiones que llegan en un momento determinado y después se marchan para siempre. Este aprendizaje nos resulta difícil por la vivencia tan elástica del tiempo que tenemos de ordinario. Pero ahí está la muerte, como telón de fondo, para acotarla. Tal vez, si no fuera por la presencia de la muerte como última frontera, Agustín de Hipona aún no sería ni casto ni santo a día de hoy.

Sin la conciencia de la muerte, probablemente la fuerza y el alcance de nuestra voluntad serían mucho menores y, privados de ese puente entre lo que es y lo que todavía no ha llegado, el desarrollo de la especie humana sería muy diferente. La Humanidad y la misión de ésta, si es que tiene alguna, seguramente necesiten de la muerte de los individuos para seguir con vida.

Llegados así a la idea de “vida” más allá de lo biológico, me han venido a las puntas de los dedos las reflexiones de Victor Frankl en el campo de concentración nazi:

“La máxima preocupación de los prisioneros se resumía en una pregunta: ¿sobreviviremos al campo de concentración? De lo contrario, todos estos sufrimientos carecerían de sentido. La pregunta que a mí, personalmente, me angustiaba era esta otra: ¿tiene algún sentido todo este sufrimiento, todas estas muertes? Si carecen de sentido, entonces tampoco lo tiene sobrevivir al internamiento. Una vida cuyo último y único sentido consistiera en superarla o sucumbir, una vida, por tanto, cuyo sentido dependiera, en última instancia, de la casualidad, no merecería en absoluto la pena de ser vivida”  (de “El hombre en busca de sentido”).

A veces se diría que el ser humano ya tiene la inmortalidad biológica en el punto de su mira telescópica. Sin embargo, al mismo tiempo nos estamos habituando a aguantar los carros y carretas de una injusticia obscena, que se va extendiendo como una mancha de aceite día a día, con tal de que nos dejen quedarnos como estamos aunque sólo sea un poquito más…

No creo que nunca alce la voz contra cualquier avance científico que pueda mejorar este mundo, pero desde luego procuraré no perder jamás de vista que lo que necesitamos no son líderes a los que admirar por la seguridad en sí mismos con que derrumban las fronteras de la naturaleza o aplican la ley del embudo entre los hombres, sino personas notables capaces de devolvernos la admiración por lo que cada uno de nosotros somos en tanto que seres humanos.

 

Foto: xatakaciencia.com

 

2 Respuestas to “TECNOLOGÍA, VIDA Y DEMÁS”


  1. 1 troglo 20 febrero 2014 a las 15:45

    ¿Persona Notable?, Ya me gustaría encontrar una persona Bien, vivo rodeado de suspensos y muy defiecientes.
    Muy bueno, vivir entre la mediocridad te hace más brillante amigo.


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Una frase:

"El tiempo es lo que impide que todo suceda de golpe."

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