
Su hija bullía dentro del castillo de tubos de plástico transparente instalado en la zona infantil de la hamburguesería, mientras él permanecía ausente en una mesa próxima, acompañado de tres bandejas de plástico con tres vasos de papel vacíos, el amasijo de envoltorios de las hamburguesas y algún hielo que iba por libre.
La comida, la mala noche y el cansancio de toda la mañana de compras por el centro comercial lo habían sumido en una ensoñación que lo transportó, volando como un diente de león, hasta un universo alternativo. En esa ucronía él no se habría sentido perdido y aterrorizado de repente, como un buceador que pierde la orientación en un túnel submarino y ya no sabe si cada brazada que da tratando de salir lo lleva de vuelta a la plenitud de la vida o es un firme paso más hacia la tragedia. Y, en el peor de los casos, habría luchado a brazo partido contra los embates de ese espectro que él tomó por la llegada de su “madurez” y que lo inmovilizó con sus garras como un vulgar depredador. Allí tampoco habría renunciado a su pasión, disfrazándola de pasatiempo. Pero, sobre todo, no se habría acabado alejando de aquella chica que era en sí misma una frase musical, con la que compartía todo un universo creativo, cuando ya no pudo soportar más su cara de reproche y de tristeza, porque ella sabía que él estaba traicionando su sensibilidad, encerrándose en un torreón y a punto de tirar la llave al mar.
Cuando llevaba un rato en ese territorio, una incómoda descarga de conciencia lo devolvió al mundo que figura en los mapas y le hizo volver a enfocar la vista en lo que lo rodeaba, mientras maldecía esos mapas que ya sólo servían para señalarle cuánto se había extraviado.
Entonces la vio salir de los servicios. Tenía la sensación de que a cada paso que daba sus tacones iban a agujerear el suelo; el peinado del pelo color caoba le sugirió una llamarada brotando de su cabeza y sus labios, pintados de un rojo violento, terminaron de transfigurar a esa mujer en un incendio ambulante. Al llegar a la mesa, su esposa le dijo: – ¿No la estás mirando?
– Sí, bueno, la he estado mirando todo el rato… Justamente ahora me había distraído un momento – trató él de salir del paso y, al sentir en su propia respuesta que estaba perdiendo pie, con fingida despreocupación añadió: – Además, la niña está bien ahí, no hay nada peligroso. No le va a pasar nada, mujer, no la agobiemos -.
– Dile que salga, que nos vamos – cortó ella.
– Mira qué entretenida está, déjala un rato más – intercedió él, sintiendo en su cuello y hombros una tensión creciente.
– Todavía tenemos compras que hacer; quiero aprovechar el día. Si no, entre unas cosas y otras luego nos dan las tantas.
– ¡Venga, hombre! ¡Que hoy es día de fiesta! – se aventuró.
– Sí, ¿y mañana por la mañana la vas a levantar tú para ir al colegio?¡Qué fácil es hablar cuando a uno no le toca hacer las cosas! –
Él no contestó; necesitaba todas sus energías para ponerse en pie e ir a llamar a la niña, porque cada movimiento le exigía un esfuerzo sobrehumano.
– ¡Nora! ¡Nora! ¡Ya, hija, que nos vamos!
Nora miró de reojo un instante, fingió no oír y continuó su recorrido por el tinglado de tubos.
– ¡Venga, Nora! ¡Ya está bien! – insistió él.
– ¡Nora! ¡O bajas ahora mismo o te quito el juguete que te han dado con la comida! – se sumó ella, para inmediatamente añadir, mirándolo a él – Si se manda algo a un niño y no obedece, esa conducta tiene que tener consecuencias; no se puede estar pidiendo lo mismo treinta veces –. Y antes de terminar la frase ya se retiraba a la mesa, dándole la espalda.
Él continuó malgastando su aliento con Nora durante un rato, hasta que al fin su esposa se aproximó de nuevo, exasperada, y le requirió que fuera a buscar a un responsable del establecimiento para que abriera el castillo y sacara a la niña de allí de una vez.
– ¿Por qué no vas tú – sugirió él, procurando disimular el punto de ronquera que empezaba a asomar en su voz – y yo me quedo aquí? Si nos ve desaparecer a ambos, a lo mejor se asusta y se pone a llorar, o se cae … -.
– Yo ya he ido antes a que me cambiaran el juguete del menú infantil y casi discuto con ellos. ¡En los sitios cada vez son más bordes con los clientes! Haz el favor de ir tú, que parece ser que le eres tan simpático a todo el mundo … –
Mientras se dirigía al mostrador era como si a cada paso tuviera que vencer la resistencia de los hilos tenaces y pegajosos de una gigantesca tela de araña invisible. ¿O no había ninguna tela gigantesca, sino que él era sólo un bichito insignificante? – Gregorio Samsa, la próxima vez que encargue tarjetas de visita en el trabajo voy a decirles que mi verdadero nombre es Gregorio Samsa – bromeó consigo mismo, y sonrió interiormente. ¿Y si todo aquello no era más que una pesadilla? ¿Y si bastaba con decidirse a estirar los brazos e hinchar el pecho para que saltaran despedidas todas esas ataduras ridículas que lo atenazaban? ¿O quizás era un ser tan insignificante que, en el fondo, estaba seguro, porque podía escaparse por los huecos de cualquier tela de araña? – ¿Es que no soy capaz de pensar cosas normales? – se reprochó a sí mismo al salir nuevamente de su ensoñación y pasar a activarse en “modo conflicto”, ya cerca del mostrador.
No sin cierta incomodidad desfiló ante la cola de gente esperando para hacer sus pedidos y se dirigió a una chica de piel y acento inequívocamente foráneos, disfrazada con el uniforme de la cadena de hamburgueserías, mientras las miradas de todos parecían murmurar al unísono una amenaza: “¡atrévete a colarte …!”
– ¡Oiga, por favor! ¿No hay un encargado de la zona de juegos? Mi hija se ha quedado dentro del castillo y parece que la pobre no acierta a salir – mintió ligeramente.
– “Loh padreh o acompañanteh deben asese cago de loh niñoh” – contestó la empleada sin mirarlo, sumergida en la vorágine de pedidos y órdenes a la cocina, y acompañó su respuesta tajante señalando durante una fracción de segundo el cartel que contenía la frase que acababa de recitar.
Conforme recorría en sentido inverso el espacio que lo separaba de su esposa, una especie de camisa de fuerza le iba oprimiendo el pecho progresivamente. Pensó que era irónico sentirse abandonado a su suerte por alguien que quizás hacía poco se había visto en riesgo de expulsión por no tener papeles, o que tal vez ahora mismo estaba llevando una vida precaria sin ningún horizonte. – Desde luego hay dos universos – se dijo – , uno fuera de la cabeza y otro dentro, y no los separa el ridículo espesor de los huesos del cráneo, sino millones de años luz … -.
Entonces le vino a la mente, una vez más, su compañero Ramiro Fresneda, hasta esa misma semana responsable de Asesoría Jurídica en la empresa en que él trabajaba. Ramiro le había hablado muchas veces frente a la máquina del café del “pleito estrella” que consumía una buena porción de sus fuerzas: tiempo ha la compañía, en asociación con otras del sector, se había comprometido a aportar los fondos necesarios para sostener un gran proyecto pionero que los situaría a la cabeza del mercado. Pero enseguida se puso de manifiesto que aquel proyecto no era más que un Minotauro en versión moderna: un monstruo mítico, improductivo e insaciable, que, incapaz de autofinanciarse, no hacía más que consumir vorazmente todos los recursos que se le destinaban y exigir más. La cúpula de su empresa decidió que había que desvincularse de tamaño fiasco. Y ahí entraron de lleno los abogados y Ramiro Fresneda en su triple papel de piedra angular del equipo jurídico, amortiguador de todas las presiones que el proyecto generaba y pararrayos de la frustración de los altos ejecutivos de la compañía. En unas pocas semanas el conflicto se transformó en un pleito, que fue recorriendo todos los incidentes procesales imaginables e inimaginables y todas las instancias y recursos bajo la dirección de los bufetes de mayor prestigio. Las partes implicadas pusieron toda la carne en el asador en aquella batalla legal, con frecuentes alardes de estrategia procesal y sapiencia jurídica por parte de unos y otros, pero los tribunales hicieron oídos sordos a las pretensiones de la compañía una y otra vez y el martes pasado, por fin, les habían notificado la desestimación del último recurso del que disponían. – “Game over”; sólo queda “agachar cabeza” – le dijo Fresneda antes de arrugar su vaso de café vacío y encestarlo en la papelera. Entonces él visualizó la imagen de Ramiro agachando la suya para ponerla en el tajo del verdugo. Sabía que le esperaba un mal trago y sentía por él un gran afecto; se conocían desde hacía muchos años y congeniaban.
No se equivocaba mucho; en una reunión de responsables de departamento Ramiro trató de explicar el fallo definitivo y el Director General, con la arrogancia que solía gastarse con sus colaboradores, lo cortó en seco: – quiero saber la hora, no cómo se fabrica un reloj – y le exigió que pensara “algo”, “ya”, para evitar, “como sea”, tener que desembolsar los fondos. Hasta ahí lo esperable y a partir de ahí lo extraordinario: Ramiro miró al Director por un momento con aire sereno y reflexivo y a continuación le respondió que sólo somos dueños de la acción, no del resultado. Lo único que de verdad nos hace daño es la exigencia de nuestro propio ego de dominarlo todo. Cuando aceptamos que la vida es mucho más grande que nosotros mismos y dejamos de malgastar nuestras fuerzas en oponerle resistencia, se disuelve ese depredador que es nuestro ego y, con él, la fantasía de que son los demás quienes nos pueden dañar. Entonces es cuando nos hacemos de verdad indestructibles.
La eternidad se comprimió en un instante de silencio atónito de los presentes, desintegrado de pronto por el furioso golpe que dio en la mesa del Director General, al que siguió un torrente de improperios que ahogó una o dos exclamaciones de sobresalto del resto de asistentes. Mientras aquella fiera, apoyada en la mesa con los dedos engarfiados, estiraba su cuerpo como en la rueda del tormento en dirección a Fresneda increpándolo, éste ya se había puesto en pie y caminaba con paso elástico hacia la puerta de la sala sin alterarse, como si pisara nubes. Dos días después envió un correo electrónico a sus más allegados agradeciendo el tiempo que habían compartido y explicándoles que abandonaba la empresa en busca de otra clase de objetivos para su vida.
– Ha debido de írsele la “pinza”. Si no se hubiera puesto a desvariar de esa forma, al “Destripador” se le habría acabado pasando el cabreo; en el fondo sabía lo que valía Ramiro – comentaría el día después uno de los presentes.
– Efectivamente, valía mucho; pero aquí llevaba muchos años y lo tenía demostrado. Ahora en la calle y con su edad, Fresneda no es nada – sentenció otro compañero.
Curiosamente, escuchar ese siniestro augurio no le ensombreció el ánimo; antes bien, suscitó en él una ocurrencia tan extraña y liberadora que al principio le pareció un cuerpo extraño incrustado en su mente: “para llegar a ser de verdad alguien, primero uno tiene que hacer acopio de valor y abandonarse a no ser nada”, y al punto se sintió feliz por su ex – compañero Ramiro.
Al llegar de nuevo a la zona de juegos su mujer, sin moverse de la mesa, le dirigió una mirada inquisitiva y cargada de tensión. Él la evitó y se limitó a responder: – no hay encargado – y, con falsa resolución, se dirigió al castillo, sin saber muy bien qué iba a hacer a continuación. Para ganar tiempo, decidió improvisar: una flexión de rodillas y una aparatosa contorsión le permitieron introducir la cabeza y parte de un hombro hasta la altura del primer piso del castillo, donde Nora jugaba con otro niño. Su voz resonó grotesca dentro de aquella cavidad: – ¡Vamos, Nora! ¡Ya te hemos dicho que es hora de irse! –.
Nora se volvió hacia su padre y, tras lanzar una mirada traviesa a su compañero de juegos, ambos desaparecieron entre risitas por uno de los tubos.
Ninguna fuerza física le impedía salir de donde estaba, pero, por algún motivo, se sentía como un reo atrapado en un cepo medieval. – ¡Nora! ¡Nora! – continuaba gritando, simplemente por temor a disolverse si dejaba de actuar. Empezaba a sentirse inmerso en una especie de alucinación; la estrechez del conducto en que se había introducido le hacía cada vez más difícil respirar un aire cargado de los olores acumulados de tantos pequeños cuerpos y su propia voz llamando a su hija le retumbaba en los oídos como la de un extraño mientras, desde fuera le llegaban, distorsionados, los ecos de la discusión de su mujer con el encargado:
– Ahí no pueden pasar los adultos, ni se puede estar con zapatos sobre la alfombrilla, como hace su marido.
– ¡Pues haber entrado ahí uno de ustedes a sacar a la niña, que supongo que para eso están, y se lo llevamos pidiendo un buen rato!
Como en un sueño, el escenario de pronto era diferente y ahora, mirando al exterior a través de la curvatura de las paredes de plástico, él se había convertido en un astronauta en su traje espacial.
– ¡Y tú! ¿Qué haces ahí dentro? ¿Quieres salir de una vez? – le increpó ella.
¡Qué pequeña debía de verse la Tierra desde el espacio …! ¡Qué pequeños los volcanes, los terremotos, las peores fieras salvajes de las zonas sin civilizar del planeta y, por supuesto, cualquier otra persona …! Todo debía de resultar insignificante cuando se estaba allí suspendido, tan insignificante como uno mismo para quienes se habían quedado abajo.
No; de pronto tenía claro que si había algo que no quería era salir de ahí, como le exigía su esposa, y mientras las voces de fuera se transformaban en un murmullo que ya no le perturbaba, la sensación de evaporarse se volvió a la vez irresistible y liberadora y se sintió desaparecer entre los tubos del castillo como un soplo de aire.
No podría decir cuánto tiempo había pasado, sólo que tenía la impresión de haber atravesado como un fluido un túnel casi infinito hacia lo desconocido, cuando, de repente, tomó conciencia de que en realidad se encontraba dentro de un conducto estrecho de plástico en una posición inverosímil. Entonces escuchó una llamada alegre:
– ¡Si te piensas quedar a vivir ahí dínoslo y quitamos tu nombre del buzón!
Una especie de deflagración en su cerebro lo empujó fuera del conducto de salida del castillo como el balín de una escopeta de feria, para clavar sus ojos en quien le hablaba; y allí estaban esperándolo entre risas, la chica que de verdad quiso, los hijos que en aquel otro universo no había tenido y la vida que allí no fue.
FIN
Foto Pixinio
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