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GANAR SEGURO

Andando me cruzo con una sucursal del Santander. De forma mecánica dejo que mis ojos recorran la publicidad pegada en uno de sus ventanales mientras sigo mi camino: “HAY UNA FORMA SEGURA PARA GANAR…”. Por los pelos, ya en el límite de mi campo visual, una imagen me captura con la violencia de un cepo de caza: UNA GORRA DE FERRARI. Durante un instante las persianas blancas se vuelven dientes y la abertura del ventanal se transfigura en una bocaza desmesuradamente abierta que me despacha una carcajada ensordecedora, y entonces una especie de reacción eléctrica me impulsa “a liarme a pedradas contra los cristales”, como le pasó al Sabina. Afortunadamente, antes que de lo que me han enseñado, de quién soy o de dónde vengo, me acuerdo de a dónde voy: a la comisaría que está cincuenta metros más arriba, a renovarme el DNI, y ya un poco más centrado decido que prefiero entrar y salir de ella por mi propia voluntad.

La verdad es que el mundo en que vivimos resulta poco tranquilizador, pero aún hay que dar las gracias si piensa uno que lo que sucede cada día es sólo la punta del iceberg de todo lo que podría pasar…

Fuente foto: todoformula1.net

BAHAREIN

Bueno, ya me lo estoy imaginando y me estoy empezando a poner nervioso: Domingo 14 de marzo, 12,59 hora peninsular. Vista desde un plano largo en la televisión la parrilla de salida de Baharein parece un tapete gris con puntadas de todos los colores perfectamente alineadas a ambos lados. Los semáforos rojos se van apagando uno a uno. Los pilotos revolucionan sus motores para soltar el embrague manual en el momento justo y el bramido de las máquinas se acerca a lo inimaginable; sus corazones, como cuando los pies se van al ritmo de la música, siguen a los motores y rondan las 200 pulsaciones por minuto; los de los espectadores, que normalmente no dan tanto de sí, sólo alcanzan unas 120 en casos de fanatismo extremo. Se apaga el último semáforo rojo y empiezan a correr esos tres segundos que parecen una era geológica. Dentro de cada uno de los cascos sólo existe una idea: llegar bien colocado a la entrada de la curva 1, el resto del futuro no es más que un chiste malo.  Se encienden los semáforos verdes. El bramido de los motores llega a su paroxismo y, como si el tapete reventara, las puntadas multicolores saltan y se desparraman por toda su superficie sorteándose unas a otras, lanzadas en medio de una nube de humo hacia la primera curva. La aventura ha comenzado. Mucha suerte, chicos…

¡AGÁRRENSE A SUS ASIENTOS…!

            Cuando yo era pequeño, Antonio Lobato era un chavalín poco mayor que yo y las retransmisiones televisivas de la Fórmula 1, en blanco y negro, eran capaces de dormir a las cabras. Todo comenzaba con ese círculo en pantalla y esa música tan característica, que anunciaban la conexión con Eurovisión, luego una voz en off que te informaba de que iban a retransmitir las cinco últimas vueltas  – eso era todo lo que se daba – del Gran Premio de donde fuera y, finalmente, unos cuantos puntitos haciendo un ruido grave y moviéndose por el gris de la pista, rodeado del gris de césped. Por supuesto, no había planos subjetivos desde el monoplaza. El comentarista utilizaba poco más o menos el mismo tono con que Matías Prats retransmitía el fútbol para informarte de las evoluciones de pilotos con nombres impronunciables. Lo más parecido que existía a la Play era aprovechar esas migajas de F1 para mirar a la pantalla de la tele con cara de velocidad mientras, con los brazos semi extendidos, hacías girar a izquierda y derecha un plato de postre fingiendo que aplicabas un esfuerzo muscular extremo. Pero todo eso a mí me gustaba, me gustaba mucho.

            Las carreras eran otra cosa. Sigo recordando con angustia a Niki Lauda en su Ferrari envuelto en llamas en aquel lejano 2 de agosto de 1976, en Nurburgring, y sigo maravillado de que sobreviviera – por lo visto llegaron a darle la extremaunción – con la sangre envenenada por los gases del incendio, y sigo preguntándome, entre la curiosidad morbosa y el miedo, por los horrores que oculta el hoy anciano bajo su eterna gorra juvenil. Los pilotos, como ahora, se hacían una foto de grupo al comienzo de cada temporada, pero, mientras posaban, todos sabían que, estadísticamente, al final del año dos de ellos ya no existirían… Sí, eran tiempos duros.

            La última temporada que seguí al completo fue la de 1982, con el duelo entre los atmosféricos y los turbo y con Keke Rosberg, envuelto en constante polémica por sus maniobras en pista, que se salvó por los pelos de convertirse en el campeón del mundo de F1 más gris de la historia, porque estuvo a punto de conseguir el título sin una sola victoria. Del año 1983 sólo me llamaron la atención algunas escaramuzas protagonizadas por Nelson Piquet con aquel BMW que parecía un brick de Parmalat gigante. Luego la F1, que tanto me había gustadoo, se marchó de mi vida sin saber por qué.

            En 1994, ya desconectado por completo del mundo del motor, la muerte de Ayrton Senna me llegó simplemente como una noticia de información general, y sólo me hizo pensar que, en el fondo, Senna había sido afortunado por su vida tan intensa aunque breve, pero lo sucedido no me trajo ningún eco especial de mi infancia.

            En 1999 el accidente de Schumacher en Silverstone me llegó a través de un diario que ojeaba en el hospital donde acababa de nacer mi hija, pero esa vez ni siquiera le dediqué una reflexión de corte general a la noticia, tan ocupado como me tenía esa muñequita de aspecto frágil e imponente al mismo tiempo, que parecía que se iba a ir cada cosa por su lado al cogerla en mis brazos torpones de padre primerizo.

            Y así llegó el 2005, en el que pasé por un momento difícil. Un domingo a mediodía, no sé por qué, encendí mi denostada tele y oí el aullido del motor V10 de aquel asturiano que tenía a toda España pendiente de si sería capaz de hacer realidad lo que parecía ciencia-ficción. Y, en respuesta a ese aullido, la memoria me trajo el sonido más grave de los monoplazas de antaño.  Aquello fue como descubrir por accidente un juguete que enterraste de niño en el jardín. A partir de ahí me enganché otra vez a la F1 con la fuerza que sólo surge del afán de recuperar el tiempo perdido. Grande o pequeño, lo auténtico nunca se va del todo, y siempre se encuentra rebuscando en la niñez.

            La ilusión por ver correr a Fernando Alonso el domingo se convirtió en una buena razón para mirar con otros ojos el resto de la semana. Me contagié de las vibraciones del R 25 y aquel año Interlagos me convenció de que cualquiera que se lo proponga puede, no sólo vivir haciendo realidad el potencial que lleva dentro, sino convertir esa labor en el centro de su vida, pese a todos los obstáculos y, a la vez, gracias a ellos; cualquiera puede llegar a proclamarse campeón del mundo de sí mismo. Por eso el Nano siempre representará algo muy especial para mí. A la vez, cada uno de sus éxitos me ayudó a ir bajando del podio de mi soberbia. Para mi propia sorpresa, empecé a verme a mí mismo como uno más de los que comienzan cada lunes volcados sobre la prensa deportiva, bajo la luz pálida de los andenes del metro, dándole vueltas a la competición del pasado fin de semana y sufriendo, eso sí, con mucho disfrute, por lo que pueda pasar el próximo: – ¡A ver si llegamos “vivos” a la final…! -. Comprendí que lo que antes me parecía banal puede ser, y es para muchos, uno de los condimentos de cada nuevo día que hacen que valga la pena levantarse y vivirlo.

            Luego vino el 2006, y la ansiedad de repetir lo que ya había sido realidad una vez, y la agonía de contemplar esa sangría implacable de puntos de Fernando, perseguido por el Kaiser, y, finalmente, como la llegada del Séptimo de Caballería, la rotura del motor del alemán en Japón, equilibrando así la tuerca de Hungría y la cacicada de Monza. Después, ese 2007 en que no todo es para olvidar: siempre quedará ahí la cara de Fernando, con esa expresión de una intensidad explosiva, aún con huellas de rabia extrema recién convertida en alegría desbordada; estaba en lo más alto del podio de Nurburgring tras haber adelantado a Massa a cinco vueltas del final bajo la lluvia, bajo la lluvia de fuera y bajo la que le seguía cayendo cuando estaba dentro de su propio garaje. Luego la travesía del desierto de 2008 y 2009, hasta el 30 de septiembre del año pasado, en que no quiero decir que “comienza la leyenda”, porque eso ya lo dijo alguien el 1 de enero de 2007, y mira tú…

            Me gusta la F1,  me gusta mucho más que las motos – hay quien es de coches y hay quien es de motos -. Comprendo a quien se aburre pero, aunque no haya adelantamientos, sólo con ver el plano de la pista desde el monoplaza y con escuchar el aullido del motor, y el sonido del cambio de marchas cuando se lanza el coche en las rectas, y al frenar a la entrada de las curvas, ya se me pone la carne de gallina. Es la cumbre tecnológica, pero la paradoja es que toda esa tecnología no valdría nada si no fuera por la humanidad que se esconde en los egos de los grandes pilotos, esos egos tan brutales que en ocasiones los llevan a comportarse como niños y les causan problemas, pero que son la única fuente capaz de inyectar una energía tan desaforada a la competición. Muchas veces se les critica por eso, pero , ¿qué otra cosa más que un ego del tamaño del dirigible Hindemburg puede impulsar a alguien a meterse en un habitáculo que parece una lata de sardinas y a lanzarse, a más de trescientos kilómetros por hora, dentro de un misil atiborrado de gasolina?

            Luego la velocidad opera como una especie de alquimia espiritual, el ego ya no puede seguir al piloto y se va quedando atrás, y alrededor de los 300 Km/h los pilotos prácticamente se convierten en maestros Zen: dejan de pensar, dejan de recordar, dejan de planificar y, por supuesto, dejan de temer; ya no existe el futuro, todo es acción instantánea. Tras la bandera de cuadros, su ego va regresando en la slow-down lap, y al bajarse del coche ya vuelven a ser los de antes, a picarse unos con otros, a mosquearse con el equipo, a responder con suficiencia o a tratar de seducir a la prensa, según los casos, a dejarse adorar por los fans…

            Igual que les pasa a los pilotos, cuando llega el plano subjetivo desde el coche a 300Km/h, el aficionado deja de pensar, y se olvida del oxígeno consumido en cada fin de semana de Gran Premio, de las fortunas tan inconcebibles que se amasan con la F1, en medio de un mundo cada vez más desigual, de los intereses tan poco deportivos que animan a ese deporte, de su carácter despiadado, y entonces, durante un rato que está fuera del tiempo, todo eso se queda atrás y para el aficionado sólo permanece la emoción pura. La F1 es lo más de lo más…

            Los tiempos de Fernando nada más coger el F10 ilusionan. Yo no creo que ni él ni nadie, por muy buen coche que tenga, pueda llegar a acercarse al palmarés del Kaiser, y no es cuestión de talento, es que éste es otro momento de la F1: mucha más competencia, muchas más limitaciones, otras reglas, escritas y no escritas…, pero bueno, ya hemos aprendido a no descartar nada de lo que se pueda llegar a soñar. Deseo muchísima suerte a Fernando en este año en que comienza su andadura con Ferrari; ni que decir tiene que es un deseo muy interesado por mi parte, porque quiero que nos siga regalando tantas emociones los fines de semana de Gran Premio. Y también mi enhorabuena a Pedro de la Rosa, porque se merecía coger este último tren y lo ha logrado, y a Jaime Alguersuari, por haber cogido el primero que se le presentó sin dudarlo. Y espero que Andy Soucek o Adrián Valles, o los dos, ¿por qué no?, también puedan subirse en el primer tren que se les acerque antes de marzo, que no están los tiempos para perder ni un minuto esperando en el andén.

FIN

VOLAVERUNT

Como de costumbre salía a toda prisa de la oficina: una llamada tan inoportuna como ineludible – todos tenemos alguien por encima – lo había retenido justo antes de abandonar su despacho y ahora todo su séquito de abogados, economistas e ingenieros ya debía de estar esperándolo en el mostrador de facturación de Barajas. Se trataba de plantar otra banderita en un nuevo rincón del mapa mundi de la compañía.

Dirigía una importante empresa de actividades aeroportuarias, o al menos para él sí que debía de ser importante, a juzgar por el precio que había pagado por servirla: un divorcio, dos hijos cuya crianza se había perdido y una cincuentena mal llevada por el desgaste de tantos años trabajando de sol a sol, dormitando en los aviones y alimentándose del catering de las líneas aéreas.

Su coche dejó atrás la corpulencia de Torre Europa y se incorporó al tráfico de la Castellana, con destino al aeropuerto a través del túnel de María de Molina. Afortunadamente la nieve que estaba cayendo se convertía enseguida en barro sucio bajo las ruedas de los miles de vehículos que atravesaban la ciudad y no llegaba a complicar demasiado la circulación.

Ese coche, un Ferrari Testarossa de segunda mano, era para él una especie de “veranillo de San Miguel”, un poco de sol tibio al comienzo de su otoño. Su ex – mujer, con la que seguía manteniendo buena relación, le dijo cuando se lo compró: “ vas a parecer un viejo verde buscando ligue”, y probablemente le faltó añadir: “pero mientras me sigas pagando la pensión todos los meses, por mí como si te compras un submarino”. Él estaba de acuerdo en que podían tomarlo por lo que no era, pero le daba igual: se había dado cuenta de que en el fondo vivía como un calvinista, que dedicaba toda su vitalidad a producir riqueza sin disfrutarla, y no estaba dispuesto a privarse de aquel único antojo que le hacía verlo todo un poco más luminoso a su alrededor.

El deportivo continuaba su marcha Castellana abajo cuando los caprichos del tráfico lo retuvieron unos instantes delante de los Nuevos Ministerios. Entonces, como vapor sublimado de la solidez del edificio, surgió la imagen de aquel niño tímido que había venido de Logroño cuando a su padre lo trasladaron a Madrid: ¡qué diferente de los demás se sentía cuando iba a aquellos jardines a jugar con sus compañeros de instituto!; nunca fue bueno en el fútbol ni salió con gloria de una pelea. Comprendió que el cristal de la ventanilla era la mejor metáfora del tiempo, de los, ¿cuarenta años ya?, que lo separaban de aquel niño y, con un gesto inconsciente, accionó el pulsador para bajarlo.

Después vendría la reválida, la Escuela de Ingenieros Aeronáuticos y un recorrido ascendente por las empresas del sector hasta llegar a ser alguien en ese mundo, alguien acostumbrado a la rutina de decidir cuántos cientos de trabajadores sobraban de cada vez que compraba una empresa. Jamás se sintió culpable por ese tipo de decisiones: era la aritmética del negocio y, al fin y al cabo, sabía que se la estaba aplicando con idéntica frialdad a sí mismo; en el fondo él no era más que otro peón que había sacrificado su propia vida en aquel juego que ya no entendía muy bien; seguramente esas Navidades las volvería a pasar en algún hotel.

La vivencia inesperadamente recobrada de su infancia lo sumió en un estado mental extraño: como una de esas divinidades de la antigüedad que habitaban en los lagos o en lo profundo de los bosques, parecía que un espíritu escapado de los jardines de los Nuevos Ministerios se le había colado por la ventanilla del coche, y ahora se sentía invadido por una claridad de conciencia extraordinaria, casi hiriente. Al mismo tiempo era como si su voluntad se le estuviera escapando por momentos, igual que una gota de agua que se va deslizando pendiente abajo para acabar incorporándose al mar, a un mar mítico, origen y destino de todas las cosas.

Continuó conduciendo como un autómata y en las proximidades del aeropuerto se desvió de su ruta habitual hacia la terminal de pasajeros, para dirigirse a la zona de carga. Una vez en la entrada sacó la cabeza por la ventanilla del bólido para facilitar su identificación, mientras tendía una tarjeta al vigilante. Por motivos de seguridad, sólo un grupo muy reducido de personas disponían de un pase para circular con su propio vehículo por el lado-aire, donde operaban las aeronaves, y él era uno de ellos.

En ese instante sintió que la posesión, aquí y ahora, de esa tarjeta era lo que daba sentido a todo lo que había hecho en su vida, a toda su existencia, quizás incluso a toda la existencia: el preciso instante que estaba viviendo ahora era el heredero de la formación del Sistema Solar a partir de una nube de gases, del enfriamiento de la Tierra, de la aparición de las formas de vida más elementales, perdidas en la noche de los tiempos geológicos, del dominio de los dinosaurios como señores del planeta, del surgimiento de los mamíferos y, con ellos, de los albores de la vida emocional sobre la faz del mundo, de la evolución de los primates, portadores de la semilla de la inteligencia, del florecimiento de ésta en el hombre, del nacimiento de la conciencia … Todos esos antecedentes justificaban este preciso instante y lo dotaban de una potencia sobrecogedora…Todo el Universo deseaba al unísono que sucediera lo que iba a suceder, y se manifestaba en aquel instante a través de él.

Una vez dentro del aeropuerto dejó atrás las naves de mercancías y se aproximó a las pistas, que las máquinas limpiadoras mantenían despejadas de nieve. Sabía que el Ferrari era demasiado conspicuo como para permanecer allí mucho tiempo sin una razón admisible, pero tampoco sentía prisa: lo que tenía que ser sería en su momento.

A unos quinientos metros de donde él se encontraba, un Airbus 320 completaba su recorrido en solitario hacia la cabecera de la pista de despegue. Como no tenía ningún avión delante, seguramente en un segundo, sin detenerse, el piloto daría gas a fondo para despegar. Entonces aceleró y, sorteando a un vehículo de asistencia en pista, describió un amplio círculo para situarse detrás del avión. Al iniciar el despegue la aeronave tenía que romper la inercia de su inmensa mole y el Ferrari, ligero como una flecha, podría competir con el gigante pero, ¿por cuánto tiempo sería capaz de mantener esa ventaja contra los 120.000 kilos de empuje de las cuatro turbinas del Airbus? Ahora lo iba a comprobar.

Completó el giro y se encontró a unos cincuenta metros detrás del avión, justo al mismo tiempo que el rugido ensordecedor de las turbinas le confirmó que éste iniciaba el despegue. Continuó acelerando y empezó a subir marchas: tercera, cuarta, quinta. Aceleraba a fondo haciendo bufar rabiosamente al motor antes de cambiar, para evitar que el bólido perdiera un ápice de potencia, pero ese bufido era como la queja de un mosquito frente a un huracán. De cada vez que pisaba el embrague, el cuenta revoluciones se desplomaba hacia la izquierda para, inmediatamente, volver a escalar posiciones hasta la zona roja una vez que había subido una marcha y volvía a pisar el acelerador a fondo. El escape de las turbinas del Airbus formaba una especie de bruma gris que deformaba su visión de la aeronave, como si ésta estuviera en el fondo de un estanque lleno de agua sucia. La vibración de las turbinas era estremecedora y contrastaba con el mundo de silencio en que se encontraba; ya no podía oír nada.

Sin duda ya lo habrían visto lanzado detrás del avión desde la torre de control. Imaginó el éter crepitando furiosamente con los mensajes por radio advirtiendo al piloto, pero el Airbus iba cada vez más lanzado. Probablemente el piloto había preferido continuar el despegue, seguro de dejar atrás al coche, antes que abortarlo y ponerse al alcance de un terrorista o un loco. 

El asiento le presionaba la espalda como la manaza de un gigante y el reposacabezas era el único sostén para sus cervicales, proyectadas hacia atrás por la tremenda aceleración del Ferrari. Los gases de combustión de las turbinas del avión le envenenaban los pulmones. De repente pareció despertar de esa especie de “posesión” en que se encontraba hacía unos instantes: ¿A dónde lo llevaba esa persecución sin sentido? Como si estuviera explorando las alternativas de un videojuego, su mente registró varios escenarios posibles: si lograba alcanzar al Airbus y se metía entre sus ruedas, probablemente pasaría a ocupar un lugar de excepción en las estadísticas de la aviación civil española de aquel año. O tal vez, al acercarse, resultara calcinado por el chorro de los motores, o quizás las turbulencias despedazaran el coche, lanzado a cerca de trescientos kilómetros por hora, y en ambos casos él quedaría reducido a una pequeña anécdota en la historia del aeropuerto. Y si no, el avión despegaría sin incidentes, pero para él todo habría acabado de igual forma. Las ideas de detención, de prisión preventiva, de juicio, ahora le hacían sonreír; nada de eso importaba. ¿Qué era lo real?; ¿dónde estaba de verdad la locura?: ¿en su determinación de lanzarse tras el avión?, ¿o en su miedo a lo que pudiera pasarle?

Perdido una fracción de segundo en esos pensamientos, retornó a lo que tenía delante del parabrisas para enfrentar su destino, ya sin deseo ni temor alguno. No vio el avión; tal vez había alcanzado la velocidad crítica y había levantado el vuelo. Tampoco vio el final de la pista, sino una inmensa extensión de nieve, de un blanco purísimo, que se confundía con la extraña luminosidad del cielo. El Ferrari se deslizaba ahora sobre esa nieve sin ruido, sin imponerse. No había ningún punto de referencia. Evidentemente no se trataba de la franja de terreno que separa la pista de despegue de la Nacional II; estaba en algún lugar desconocido que no encajaba en sus esquemas, sin nada a lo que asirse, pero por primera vez desde que guardaba memoria, sentía que había encontrado su sitio.

Detuvo el coche y comenzó a caminar por la nieve hasta perderlo de vista. Los copos que caían sin cesar iban borrando sus huellas: ya jamás podría encontrar el camino de regreso.  

La paz que lo rodeaba era tal que ni siquiera dejaba lugar al deseo de paz.

“Algo” que ya no era él seguía caminando,

mientras esa paz absoluta lo iba disolviendo

como a un terrón de azúcar.

Hasta que sólo quedó la paz.

FIN


Una frase:

"El tiempo es lo que impide que todo suceda de golpe."

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