Archivo de octubre 2011

FAETÓN, WHELDON, SIMONCELLI

Febo razonaba, pero Faetón no cedía. Incapaz de retirar su juramento, el padre retardaba el cumplimiento tanto como el tiempo se lo permitía, pero finalmente se vio obligado a conducir a su obstinado hijo al carro prodigioso (…) Las Horas sacaron a los cuatro caballos de los altos establos y los caballos respiraban fuego y habían comido aliento ambrosiaco. Los colocaron en las resonantes bridas y los grandes animales pateaban las barras. (…)

“Si, por lo menos, quisieras obedecer las advertencias de tu padre – aconsejó la divinidad – , procurarías no usar del látigo y tirar de las riendas fuertemente. Los caballos van siempre muy deprisa sin necesidad de apurarlos. (…) Muchacho, que la Fortuna te guíe y te conduzca mejor de lo que lo harías tú mismo. He aquí las riendas.”

Tetis, la diosa del mar, abrió las rejas, y los caballos dando un brinco echaron a correr violentamente; hendieron las nubes con sus cascos; batieron el aire con sus alas, corrieron más deprisa que los vientos que se levantaban de la misma parte de oriente. Inmediatamente, pues el carro iba tan ligero sin su acostumbrado peso, el carro empezó a mecerse como un barco sin lastre entre las olas. El conductor, aterrorizado, olvidó las riendas y no supo nada del camino. Remontándose en forma enloquecida, los caballos alcanzaron las alturas del cielo y llegaron a las más remotas constelaciones. La Osa Mayor y la Osa Menor se chamuscaron. La Serpiente que yace enrollada cerca de las estrellas polares se calentó peligrosamente. El Boyero voló, cargado con su arado, El escorpión atacó con su cola.

El carro, después de haber corrido por algún tiempo entre desconocidas regiones del aire, atropellando a las estrellas, golpeó locamente las nubes cercanas de la tierra, y la Luna pudo ver con gran asombro a los caballos de su hermano corriendo debajo de los suyos. Las nubes se evaporaron. La tierra se inflamó. Las montañas ardían y las ciudades perecían dentro de sus muros, las naciones quedaron reducidas a cenizas. (…)

La Madre Tierra, protegiéndose el rostro quemado con la mano, ahogándose con el humo caliente, levantó su gran voz y llamó a Zeus, el padre de todas las cosas, para que salvara al mundo. (…)

Zeus, el Padre Todopoderoso, llamó rápidamente a los dioses para que atestiguaran que todo se perdería a menos que se tomara rápidamente alguna medida. Entonces de apresuró a llegar al Cenit, tomó un rayo con su mano derecha y lo lanzó desde muy cerca de su oído. El carro se sacudió, los caballos, aterrorizados, se desbocaron; y Faetón, con los caballos incendiados, descendió como una estrella que cae. Y el río Po recibió su cuerpo calcinado. Las náyades de la región lo enterraron y le pusieron este epitafio:

Aquí yace Faetón; viajó en el carro de Febo, y aunque su fracaso fue grande, más grande fue su atrevimiento.*

(Del mito de Faetón, que forzó a su padre, Febo, a dejarle conducir el carro del sol).

 EN RECUERDO DE WHELDON Y SIMONCELLI, PORQUE DEL QUE SE ATREVE SIEMPRE NOS QUEDA UNA LECCIÓN.

 

 *Texto tomado de “El héroe de las mil caras”, de Joseph Campbell; Editorial Fondo de cultura económica.


Una frase:

"El tiempo es lo que impide que todo suceda de golpe."

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