El pasado día 1 de abril falleció Pierre Binétruy en un hospital de París. Desde que me he enterado por un correo electrónico masivo me acuerdo de él con frecuencia y, cada vez que lo hago, siento una especie de vértigo que me arrastra a sentir pena por una pendiente suave. Quizá su vínculo con la fuerza de la gravedad era tan estrecho que perdura más allá de la muerte. En cualquier caso, sigo sorprendido del efecto que ha producido en mí la desaparición de alguien a quien nunca conocí en persona.
Supongo que Pierre Binétruy es poco conocido fuera de determinados círculos (como, por otra parte, le ocurre al quiosquero del barrio o al camarero del bar de enfrente). Era un físico teórico, profesor en la Universidad Paris Diderot, donde llevaba a cabo estudios sobre cosmología y gravitación y, en particular, sobre los primeros instantes del universo en relación con las interacciones fundamentales.
Fue el organizador de un curso gratuito a través de Internet en el que, junto con el Premio Nobel George Smoot y otros colaboradores nos sirvió de guía a unas cien mil personas repartidas por todo el mundo en un recorrido que arrancaba con Galileo observando las leves oscilaciones de una lámpara en la catedral (en vez de estar nutriéndose de las sabias palabras del cura) y terminaba con la búsqueda de la materia y de la energía oscura, pasando por los primeros instantes del universo, en que una fluctuación cuántica de eso que en la vida cotidiana llamamos “vacío”, hace 13.000 millones de años, pudo dar lugar a todo lo que podemos ver (y no) a nuestro alrededor: http://gravity.paris/.
Su curso nos hizo accesible a muchos el prodigio de que, conceptos que a lo largo de la Historia de la Humanidad sólo han podido ser objeto de especulación filosófica, sean hoy en día susceptibles de formulación matemática y de verificación experimental. Es un triunfo incontestable del pensamiento.
Ante ello, uno toma conciencia de la grandeza del ser humano, cuya mente contiene la semilla de sí misma y del universo entero. Eso es un brevísimo instante antes de darse cuenta de que ni las leyes de la mecánica cuántica ni la lógica matemática pueden ni podrán dar nunca razón de su propia existencia y, ante ello, por mucho que uno trate de seguir mirando hacia otro lado surge La Pregunta: ¿por qué hay algo en lugar de no haber nada? Y ahí nos sentimos tan insignificantes que enmudecemos.
Tal vez la forma de convertir ese aparente fracaso en victoria es descubrir que la dignidad de cualquier persona está simplemente en nuestra capacidad de trascender lo inmenso y lo minúsculo aceptando que somos las dos cosas a la vez.
Probablemente gran parte del magnetismo del curso lo aportaba la personalidad de Binétruy que, puede que por haber llegado a esa aceptación, parecía bien vacunado contra toda posible arrogancia. Quizás por eso, a un alumno que en un foro le consultó sobre un artículo científico que aquél había localizado en Internet le contestó: “me parece que es un poco técnico, pero prueba a leerlo”. Más allá de los párrafos introductorios, el artículo no es que fuera “un poco técnico”, sino que entraba de lleno en el arcano de lo incognoscible. Y es que cuando a un francés le da por salir encantador, no suele haber quien se le resista.
Descanse en paz o, mejor, que explore el universo ya sin trabas y luego vuelva y de alguna forma nos lo cuente.
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