Archivo de diciembre 2009

LA VIDA EN NOVENTA Y NUEVE PALABRAS

En el tren, desperté desorientado. Sentada enfrente, una pareja de desconocidos me miraba con cariño, esperando a que abriera los ojos. Me dijeron que me acompañarían un trecho de mi viaje y me ofrecieron su manta y su comida. Cuando se apearon sentí dolor: sentado en contra de la marcha clavé la vista en ellos tratando de retenerlos y me sorprendí ansioso, intentando mirar también hacia delante por la nuca: – ¿Cuánto me queda hasta mi propia estación?- Entonces supe que mi nuca es ciega y que mi sufrimiento no detendrá este tren. Sonreí: acababa de entender la Vida.

 

 

 

 

Os deseo mucha alegría para el 2010 y para todos los años por venir.

LA NUBE DE ALGODÓN DE AZÚCAR

Por aquel entonces yo habitaba, como un templo sagrado, la mágica edad de cuatro años, cuando, llegado el caso, aún podía presentarse un duende bonachón para poner las cosas en su sitio, y las nubes unas veces traían agua y otras eran de algodón de azúcar.

Como muchas tardes, la profesora de Preescolar nos mandó hacer un dibujo, y yo escogí una escena doméstica. Con trazo torpón pinté una figura vagamente humana metida en una especie de rectángulo horizontal: se trataba del repartidor de la tienda atravesando el pasillo de casa para dejar el pedido en la cocina. Detrás del mozo, como la cola de un traje de novia, se extendía por el pasillo una misteriosa hilera de esferas suspendidas en el aire.

La profesora iba, uno por uno, mirando los dibujos de los niños y, de cada vez, los obsequiaba con exclamaciones de admiración fabricadas en serie. Cuando le llegó el turno al mío, la profesora, que, como casi todos los adultos, confundía la infancia con la estupidez, dijo primero: – ¡Qué bonito! – y luego me preguntó: – ¿Qué es?- Yo continuaba repasando obstinadamente los mismos trazos una y otra vez y, sin dejar de hacerlo, le contesté con mi lengua de trapo: – Un hombre que había en mi casa.- Ella aventuró: – ¿Y viene a visitar a tus papás?- Y yo, sin levantar la cabeza del papel, le aclaré: – No. Es el hombre de la tienda.-  Ella siguió indagando: – ¡Ah! Y esas bolitas que hay en el aire, ¿son globitos que te trae de regalo?- Entonces, levantando la cara con sonrisa cándida y mirada limpia, le contesté: – No. Son los pedos que se tira.-

En un instante perdí la sonrisa, perdí los recreos de toda la semana y, a juzgar por el gesto que amagó la bruja, a punto estuve de perder mi dentadura de leche. Pero lo que más me dolió fue que aquella mujer con modales de plástico y alma de Torquemada había profanado mi templo, porque acababa de rasgar delante de mí el velo que esconde la doblez del ser humano.

FIN

 

Dedicado a mí mismo cuando era niño.

 

 

VOLAVERUNT

Como de costumbre salía a toda prisa de la oficina: una llamada tan inoportuna como ineludible – todos tenemos alguien por encima – lo había retenido justo antes de abandonar su despacho y ahora todo su séquito de abogados, economistas e ingenieros ya debía de estar esperándolo en el mostrador de facturación de Barajas. Se trataba de plantar otra banderita en un nuevo rincón del mapa mundi de la compañía.

Dirigía una importante empresa de actividades aeroportuarias, o al menos para él sí que debía de ser importante, a juzgar por el precio que había pagado por servirla: un divorcio, dos hijos cuya crianza se había perdido y una cincuentena mal llevada por el desgaste de tantos años trabajando de sol a sol, dormitando en los aviones y alimentándose del catering de las líneas aéreas.

Su coche dejó atrás la corpulencia de Torre Europa y se incorporó al tráfico de la Castellana, con destino al aeropuerto a través del túnel de María de Molina. Afortunadamente la nieve que estaba cayendo se convertía enseguida en barro sucio bajo las ruedas de los miles de vehículos que atravesaban la ciudad y no llegaba a complicar demasiado la circulación.

Ese coche, un Ferrari Testarossa de segunda mano, era para él una especie de “veranillo de San Miguel”, un poco de sol tibio al comienzo de su otoño. Su ex – mujer, con la que seguía manteniendo buena relación, le dijo cuando se lo compró: “ vas a parecer un viejo verde buscando ligue”, y probablemente le faltó añadir: “pero mientras me sigas pagando la pensión todos los meses, por mí como si te compras un submarino”. Él estaba de acuerdo en que podían tomarlo por lo que no era, pero le daba igual: se había dado cuenta de que en el fondo vivía como un calvinista, que dedicaba toda su vitalidad a producir riqueza sin disfrutarla, y no estaba dispuesto a privarse de aquel único antojo que le hacía verlo todo un poco más luminoso a su alrededor.

El deportivo continuaba su marcha Castellana abajo cuando los caprichos del tráfico lo retuvieron unos instantes delante de los Nuevos Ministerios. Entonces, como vapor sublimado de la solidez del edificio, surgió la imagen de aquel niño tímido que había venido de Logroño cuando a su padre lo trasladaron a Madrid: ¡qué diferente de los demás se sentía cuando iba a aquellos jardines a jugar con sus compañeros de instituto!; nunca fue bueno en el fútbol ni salió con gloria de una pelea. Comprendió que el cristal de la ventanilla era la mejor metáfora del tiempo, de los, ¿cuarenta años ya?, que lo separaban de aquel niño y, con un gesto inconsciente, accionó el pulsador para bajarlo.

Después vendría la reválida, la Escuela de Ingenieros Aeronáuticos y un recorrido ascendente por las empresas del sector hasta llegar a ser alguien en ese mundo, alguien acostumbrado a la rutina de decidir cuántos cientos de trabajadores sobraban de cada vez que compraba una empresa. Jamás se sintió culpable por ese tipo de decisiones: era la aritmética del negocio y, al fin y al cabo, sabía que se la estaba aplicando con idéntica frialdad a sí mismo; en el fondo él no era más que otro peón que había sacrificado su propia vida en aquel juego que ya no entendía muy bien; seguramente esas Navidades las volvería a pasar en algún hotel.

La vivencia inesperadamente recobrada de su infancia lo sumió en un estado mental extraño: como una de esas divinidades de la antigüedad que habitaban en los lagos o en lo profundo de los bosques, parecía que un espíritu escapado de los jardines de los Nuevos Ministerios se le había colado por la ventanilla del coche, y ahora se sentía invadido por una claridad de conciencia extraordinaria, casi hiriente. Al mismo tiempo era como si su voluntad se le estuviera escapando por momentos, igual que una gota de agua que se va deslizando pendiente abajo para acabar incorporándose al mar, a un mar mítico, origen y destino de todas las cosas.

Continuó conduciendo como un autómata y en las proximidades del aeropuerto se desvió de su ruta habitual hacia la terminal de pasajeros, para dirigirse a la zona de carga. Una vez en la entrada sacó la cabeza por la ventanilla del bólido para facilitar su identificación, mientras tendía una tarjeta al vigilante. Por motivos de seguridad, sólo un grupo muy reducido de personas disponían de un pase para circular con su propio vehículo por el lado-aire, donde operaban las aeronaves, y él era uno de ellos.

En ese instante sintió que la posesión, aquí y ahora, de esa tarjeta era lo que daba sentido a todo lo que había hecho en su vida, a toda su existencia, quizás incluso a toda la existencia: el preciso instante que estaba viviendo ahora era el heredero de la formación del Sistema Solar a partir de una nube de gases, del enfriamiento de la Tierra, de la aparición de las formas de vida más elementales, perdidas en la noche de los tiempos geológicos, del dominio de los dinosaurios como señores del planeta, del surgimiento de los mamíferos y, con ellos, de los albores de la vida emocional sobre la faz del mundo, de la evolución de los primates, portadores de la semilla de la inteligencia, del florecimiento de ésta en el hombre, del nacimiento de la conciencia … Todos esos antecedentes justificaban este preciso instante y lo dotaban de una potencia sobrecogedora…Todo el Universo deseaba al unísono que sucediera lo que iba a suceder, y se manifestaba en aquel instante a través de él.

Una vez dentro del aeropuerto dejó atrás las naves de mercancías y se aproximó a las pistas, que las máquinas limpiadoras mantenían despejadas de nieve. Sabía que el Ferrari era demasiado conspicuo como para permanecer allí mucho tiempo sin una razón admisible, pero tampoco sentía prisa: lo que tenía que ser sería en su momento.

A unos quinientos metros de donde él se encontraba, un Airbus 320 completaba su recorrido en solitario hacia la cabecera de la pista de despegue. Como no tenía ningún avión delante, seguramente en un segundo, sin detenerse, el piloto daría gas a fondo para despegar. Entonces aceleró y, sorteando a un vehículo de asistencia en pista, describió un amplio círculo para situarse detrás del avión. Al iniciar el despegue la aeronave tenía que romper la inercia de su inmensa mole y el Ferrari, ligero como una flecha, podría competir con el gigante pero, ¿por cuánto tiempo sería capaz de mantener esa ventaja contra los 120.000 kilos de empuje de las cuatro turbinas del Airbus? Ahora lo iba a comprobar.

Completó el giro y se encontró a unos cincuenta metros detrás del avión, justo al mismo tiempo que el rugido ensordecedor de las turbinas le confirmó que éste iniciaba el despegue. Continuó acelerando y empezó a subir marchas: tercera, cuarta, quinta. Aceleraba a fondo haciendo bufar rabiosamente al motor antes de cambiar, para evitar que el bólido perdiera un ápice de potencia, pero ese bufido era como la queja de un mosquito frente a un huracán. De cada vez que pisaba el embrague, el cuenta revoluciones se desplomaba hacia la izquierda para, inmediatamente, volver a escalar posiciones hasta la zona roja una vez que había subido una marcha y volvía a pisar el acelerador a fondo. El escape de las turbinas del Airbus formaba una especie de bruma gris que deformaba su visión de la aeronave, como si ésta estuviera en el fondo de un estanque lleno de agua sucia. La vibración de las turbinas era estremecedora y contrastaba con el mundo de silencio en que se encontraba; ya no podía oír nada.

Sin duda ya lo habrían visto lanzado detrás del avión desde la torre de control. Imaginó el éter crepitando furiosamente con los mensajes por radio advirtiendo al piloto, pero el Airbus iba cada vez más lanzado. Probablemente el piloto había preferido continuar el despegue, seguro de dejar atrás al coche, antes que abortarlo y ponerse al alcance de un terrorista o un loco. 

El asiento le presionaba la espalda como la manaza de un gigante y el reposacabezas era el único sostén para sus cervicales, proyectadas hacia atrás por la tremenda aceleración del Ferrari. Los gases de combustión de las turbinas del avión le envenenaban los pulmones. De repente pareció despertar de esa especie de “posesión” en que se encontraba hacía unos instantes: ¿A dónde lo llevaba esa persecución sin sentido? Como si estuviera explorando las alternativas de un videojuego, su mente registró varios escenarios posibles: si lograba alcanzar al Airbus y se metía entre sus ruedas, probablemente pasaría a ocupar un lugar de excepción en las estadísticas de la aviación civil española de aquel año. O tal vez, al acercarse, resultara calcinado por el chorro de los motores, o quizás las turbulencias despedazaran el coche, lanzado a cerca de trescientos kilómetros por hora, y en ambos casos él quedaría reducido a una pequeña anécdota en la historia del aeropuerto. Y si no, el avión despegaría sin incidentes, pero para él todo habría acabado de igual forma. Las ideas de detención, de prisión preventiva, de juicio, ahora le hacían sonreír; nada de eso importaba. ¿Qué era lo real?; ¿dónde estaba de verdad la locura?: ¿en su determinación de lanzarse tras el avión?, ¿o en su miedo a lo que pudiera pasarle?

Perdido una fracción de segundo en esos pensamientos, retornó a lo que tenía delante del parabrisas para enfrentar su destino, ya sin deseo ni temor alguno. No vio el avión; tal vez había alcanzado la velocidad crítica y había levantado el vuelo. Tampoco vio el final de la pista, sino una inmensa extensión de nieve, de un blanco purísimo, que se confundía con la extraña luminosidad del cielo. El Ferrari se deslizaba ahora sobre esa nieve sin ruido, sin imponerse. No había ningún punto de referencia. Evidentemente no se trataba de la franja de terreno que separa la pista de despegue de la Nacional II; estaba en algún lugar desconocido que no encajaba en sus esquemas, sin nada a lo que asirse, pero por primera vez desde que guardaba memoria, sentía que había encontrado su sitio.

Detuvo el coche y comenzó a caminar por la nieve hasta perderlo de vista. Los copos que caían sin cesar iban borrando sus huellas: ya jamás podría encontrar el camino de regreso.  

La paz que lo rodeaba era tal que ni siquiera dejaba lugar al deseo de paz.

“Algo” que ya no era él seguía caminando,

mientras esa paz absoluta lo iba disolviendo

como a un terrón de azúcar.

Hasta que sólo quedó la paz.

FIN


Una frase:

"El tiempo es lo que impide que todo suceda de golpe."

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