Archivo de enero 2018

CHARLIE

Me llamo Charlie, o al menos así es como me llama mi jefe. Bueno, realmente no estoy muy seguro de si es mi jefe; a veces se me queda mirando y comenta con una sonrisa los buenos ratos que hemos pasado juntos y siempre dice que cuando cada uno queremos algo distinto soy yo quien se suele llevar el gato al agua, así que no sé… Tampoco tengo muy claro cuál es su nombre, porque cuando tengo ocasión de oír claramente a otros dirigirse a él suelen llamarlo de mil maneras distintas, a cuál más chocante y hasta ridícula, normalmente entre risitas y suspiros. Para entendernos, a mi jefe, colega o lo que diantres sea lo llamaré en adelante “Rodolfo”.

A veces Rodolfo ojea el periódico mientras está sentado en ese vertedero de color blanco que utiliza, salvo que esté en el campo, pero yo no puedo cotilleárselo, porque, en esas circunstancias, mi posición natural es estar cabeza abajo como un murciélago, mirando a esa pequeña piscina donde no me bañaría por nada del mundo. Y mira que me gusta el agua, sobre todo cuando me dejan zambullirme sin trabas y moverme con libertad a un lado y otro, acariciado por las corrientes, pero necesito sobre todo que esté limpia, porque mi piel es muy sensible. El caso es que, cuando él se encuentra de esa guisa, tiene la costumbre de hablar solo y comentar lo que lee, lo cual es una suerte, porque así yo también me entero. De hecho, a veces es providencial.

Sin ir más lejos, hace unos días Rodolfo exclamó algo de este estilo: “¡Vamos, no me jodas! ¿¡¡¡No te va que el tío, después de tres autopsias, se despertó pidiendo tabaco cuando sintió que ya lo estaban metiendo en un saco de plástico!!!?” ¡Menos mal que esa noticia me dio la idea salvadora en el momento oportuno!

Pero pongámonos en antecedentes: mi salud general es buena, yo diría que muy buena, pero tengo mis goteras: desde siempre he padecido cefaleas. Es una presión en la cabeza que me hace sentirme como una tortuga que no puede terminar de asomarse fuera de su caparazón. Y me da mucha rabia, porque eso hace que me cueste más mirar de frente a la vida con la cabeza bien alta en los momentos clave.

Ya he dicho que creo en el sincero aprecio que Rodolfo me tiene, así que, como es natural, llegó un momento que se cansó de verme tan incómodo y me llevó al médico. El galeno, nada más echarme la vista encima, dijo que la única solución era operar a Rodolfo y que ya iba siendo hora, porque había que haberlo hecho cuando era pequeño. Yo no sabía muy bien de qué estaban hablando, pero supe inmediatamente que la sola idea le ponía nerviosísimo y que Rodolfo estaba aceptando un gran sacrificio por mi bienestar, y le quedé sinceramente agradecido.

Pocos días después llegó el gran momento: “Rodolfo” estaba completamente desnudo, sin compañía, entre sábanas verdes. Yo sobresalía por un agujero cuadrado, había un gran foco apuntándome, como a los artistas, y no veía a mi alrededor más que aparatos y gente enmascarada que vestía pijamas y gorros del mismo color verde que las sábanas. Me habían bañado con un líquido de olor fuerte y desagradable, hacía un frío del carajo y todos se expresaban en una jerga incomprensible, entre pitidos rítmicos de máquinas: que si sedación, que si constantes, que si fimosis, mientras las miradas de todos los enmascarados convergían en mí… Desde luego, parecía que mi papel era bastante más de protagonista de lo que me hubiera gustado. La situación empezó a intranquilizarme mucho y me encogí hasta mi mínima expresión. Oí a alguien decir “ya está sedado” y supuse que esa era una manera cursi de decir que Rodolfo dormía como un cerdo, porque eso es lo que estaba haciendo en ese momento el muy descerebrado. Entonces empecé a ver aparecer instrumentos cortantes por doquier y se disiparon mis pocas dudas: algo iba mal, muy mal… Rodolfo no se enteraba de nada, ¡¡¡pero yo sí!!! ¿Es que el grupo de desaprensivos que me estaba acorralando se pensaba que yo también estaba “sedado”? ¡¡¡Yo sí que sentía!!! Y, es más, tenía razones para pensar que lo que iba a sentir en breve era mucho peor aún… Empecé a telegrafiar frenético al cerebro de Rodolfo, pero éste parecía estar desaparecido entre la niebla del Triángulo de las Bermudas. ¡¡La situación era desesperada!! En ese momento quizás fue la adrenalina lo que me trajo a la memoria la historia del falso fiambre, del tipo al que le entró el mono de nicotina camino ya del hoyo. Sólo me quedaba una salida. ¡¡Tenía que dar signos de vida como fuera!!

Aquellos insensatos me echaron el guante (nunca mejor aplicado) y, encima, los muy psicópatas se pusieron de cachondeíto. ¡¡Casi podía adivinar sus necias sonrisas debajo de las máscaras!! Entonces tuve una súbita inspiración: “sonrisa”, ¡¡eso era!! Traté de concentrarme con todas mis fuerzas en esa especie de sonrisa vertical que tanto animaba siempre a Rodolfo y de transmitir esa imagen a su cerebro y… ¡¡¡bingo!!! En unos instantes resurgí al mundo de los vivos con toda mi arrogancia. Hubo un momento de estupor y luego una carcajada general. A continuación, debieron hacer algo, porque ahí sí que se hizo la noche.

He estado unos días molesto y cubierto de prendas de ropa extrañas, pero tras los malos ratos pasados ahora me encuentro mejor, ya he vuelto al trabajo y la verdad es que me noto mucho más cómodo que antes. A Rodolfo también lo veo más a sus anchas y no para de mirarme complacido y de decirme que siempre seremos uña y carne. Sinceramente, esto último no lo entiendo muy bien: no niego que tengamos un aire de familia e incluso que yo pueda tener algún parentesco lejano con los dedos de las manos de Rodolfo, pero vive Dios que hace falta andar corto de vista o estar loco para afirmar que tengo una uña. Aunque sí que es verdad que, en las materias que me conciernen, Rodolfo nunca ha demostrado tener mucha cabeza.

 

Amable lector, lo que acabas de leer es el resultado de una apuesta conmigo mismo: hace poco, por motivos que no vienen al caso, se suscitó la cuestión de si es posible escribir un relato sobre “cualquier parte del cuerpo” sin caer en la chabacanería y yo afirmé que sí. Esto es lo que ha salido.

Amable lector, como siempre tú tienes voz y voto y, como siempre, no va a cambiar nada.

 

 

EL OSO Y LA NADA

 

Confieso que yo también me he revolcado en el fango. Esta expresión se usaba hace muchos, muchos años, en un país situado en una galaxia muy lejana (pero sospechosamente parecido a éste) cuando algún varón pío (era impensable que una mujer refiriera semejantes experiencias) se lamentaba de haber cedido a sus impulsos y haberse entregado al ilícito comercio carnal. Por otra parte, hoy en día es muy probable que todo lo que acabo de decir resulte incomprensible para cualquiera que no esté un poco entrado en años, ya que, como mucho, lo del “ilícito comercio carnal” nos hará pensar en intoxicaciones por clembuterol o en la encefalopatía espongiforme y la palabra “pío” nos sonará a ornitología, así que este párrafo introductorio parecerá que anuncia una digresión sobre veterinaria. Además, con deliberada ambigüedad, he usado la expresión “me he revolcado en el fango” en relación con el comercio, pero en este caso no con el “carnal”, sino con el comercio a secas. Total, que he hecho un pan como unas tortas.

Así que me explicaré: siento un profundo rechazo por los centros comerciales. Me aturden el gentío, la música ambiente y los tomatazos de color que lo bombardean a uno desde los escaparates con el apoyo táctico de esas luces irritantes que te hostigan desde todos lados y en casi todas las frecuencias del espectro visible. No me tengo por puritano, ni mucho menos, pero tales lugares me recuerdan a los “sepulcros blanqueados” que mencionaba Jesucristo refiriéndose a los fariseos. Y es que, en efecto, aquéllos sólo se muestran auténticos vistos muy temprano, desde la tramoya. Entonces es cuando uno puede ver a los carretilleros arriba y abajo, entregando el veneno que en un rato empezará a servirse en los centros de “restauración” (término anticipatorio de la restauración de verdad que, en su caso, tendrá lugar más tarde y en la medida de lo posible en los centros sanitarios) y a los empleados que a veces discuten con ellos mientras, con gestos rápidos y bien entrenados, revientan el cartonaje, lo esconden de las castas miradas del público y, con el material recibido, ceban sus explosivos y cargan sus armas de destrucción masiva antes de que el brillo del espectáculo invada el lugar. Siento todo ese rechazo hacia ellos, pero no por eso dejo de servirme de los centros comerciales de vez en cuando, como todo hijo de vecino.

El caso es que en una de mis últimas visitas, nervioso, con cierta repugnancia, mirando receloso a un lado y a otro, como suelo en esas circunstancias, me di cuenta de que ya no estaba lo único que me hacía gracia de esa sucursal del averno: el oso de peluche gigantesco que hacía las veces de “relaciones públicas” de la tienda Natura. Pero, es más, es que la propia tienda había desaparecido, reemplazada por un negocio de móviles, creo. Poco después supe, para mi desconcierto, que el Natura y su oso habían dejado de formar parte del paisaje del centro comercial desde hacía mucho tiempo y yo ni me había dado cuenta.

Es decir, no es simplemente que habían cambiado los elementos de uno de los comercios, sino que el propio comercio había sido sustituido por otro diferente, pero para mí todo el tiempo había seguido siendo “mi” centro comercial. Lo cierto es que, a lo largo de casi treinta años, no sólo habían cambiado incontables veces los productos vendidos por cada tienda, ni únicamente habían cambiado los propios comercios, como si las células de un organismo vivo decidieran de repente variar su función, es que el espacio físico del interior del complejo se había redistribuido en muchas ocasiones y, por si fuera poco, el exterior también, ocupando generosamente (es un decir) los terrenos colindantes. Y aun así seguía siendo el mismo centro comercial. Igual que alguien sigue siendo un familiar o un vecino con gafas o sin gafas, con el pelo negro o blanco, con andador o sin andador o con más o menos tripa.

En relación con este asunto Erwin Schrödinger (sí, el físico del pobre gato), dio rienda suelta una vez más a su susceptibilidad  filosófica y destacó la importancia de la forma sobre la materia:

En mi escritorio tengo un pisapapeles de hierro, una estatuilla de un gran danés echado, con las patas cruzadas. Conozco esta figura hace muchos años porque la veía en el escritorio de mi padre cuando era pequeño y no alcanzaba la mesa. Muchos años después, a la muerte de mi padre, me quedé con la estatuilla porque me gustaba, y la utilizo. Me ha acompañado a muchos lugares y se quedó en Graz cuando, en 1938, tuve que marcharme a toda prisa. Pero un amigo que conocía mi querencia, la recogió y la guardó, y hace tres años, cuando mi mujer hizo un viaje a Austria, me la trajo, y aquí está otra vez en mi escritorio.

Estoy convencido de que es el mismo perro, el que vi por primera vez hace más de cincuenta años en el escritorio de mi padre. Pero ¿por qué estoy seguro de ello? Es claramente la forma o la hechura (en alemán Gestalt) la que determina su identidad sin lugar a dudas, no el contenido material. Si el material hubiera sido fundido para darle forma de hombre la identidad hubiera sido mucho más difícil de determinar. Y lo que es más: incluso si se estableciera sin lugar a dudas la identidad del material, tendría muy poco interés. Probablemente no me importaría mucho la identidad de esa masa de hierro y diría que mi recuerdo ha sido destruido. (1)

Con todos mis respetos a este pionero de la mecánica cuántica, la relación entre la identidad y la forma que plantea despierta la tentación de utilizar aquí el mismo tono irónico que empleaba Aldous Huxley al tratar la esencia de la vida. Huxley se refería a cómo algunos metafísicos habían despachado el problema aludiendo a un supuesto “élan vitale” (impulso vital) y proponía explicar el funcionamiento de la máquina de vapor en análogos términos como el efecto del “élan locomotive”.

Vista la impermanencia de la propia forma de las cosas, me parece que ahonda más en el problema la reflexión del maestro Zen Teisen Deshimaru al ser preguntado por el ego:

He explicado que no tenemos numen. El ego cambia de un instante al otro. Hoy no es el mismo que ayer… Nuestro cuerpo cambia, nuestras células también. Cuando se toma un baño, por ejemplo, todas las células muertas de la piel se van por el desagüe. Nuestro cerebro y nuestro espíritu cambian. No son los mismos desde la infancia hasta la madurez.

¿Dónde existe el ego? Es uno con el cosmos. No es solamente el cuerpo o el espíritu. Nuestro ego es Dios, Buda, la fuerza cósmica fundamental. (2)

De donde yo entiendo que no existe en nada una forma sustancial y que, por tanto, no puede uno agarrarse a nada para explicar la individualidad de cada cosa, lo cual, si bien se mira, tampoco es que aclare mucho.

Volviendo al oso, al Natura y al lugar que hasta hace poco consideraba como una especie de templo dedicado al Anticristo, últimamente me asalta la duda de si, con esa individualidad que mantiene impasible ante la impermanencia de sus elementos, la “insustancialidad” del centro comercial no encierra un significado mucho más profundo del que yo, desdeñosamente, le adjudicaba.

¿Es el centro comercial una transposición del alma humana en la colectividad? ¿Contienen esos “refugia pecatorum” de fin de semana el embrión de un cuerpo colectivo tan evolucionado que cada una de sus “células” puede cambiar a capricho sin que se perturbe la identidad y la armonía del conjunto? ¿Debemos inclinarnos con respeto ante el Black Friday, los Reyes y las Rebajas como ritos religiosos de iniciación que constituirían auténticas versiones posmodernas de los Misterios de Eleusis de la antigua Grecia? ¿Ese vacío estomagante que me transmitía la sola mención del centro comercial escondía realmente algo tan grandioso como la vacuidad cósmica de que nos habla Deshimaru? ¿O aquí el único vacío que hay es el que está encerrado entre mi frontal y mi occipital? No, no hace falta contestar. El avispado lector ya habrá captado que se trata sólo de una pregunta retórica.

 

(1) Ciencia y humanismo Erwin Schrödinger Cuadernos ínfimos 126 Tusquets editores

(2)  Preguntas a un maestro Zen  Teisen Deshimaru  RBA


Una frase:

"El tiempo es lo que impide que todo suceda de golpe."

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