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JULES BIANCHI

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A propósito de los efectos positivos o negativos de la cobertura mediática, hace unos años leí el relato de un cámara sobre lo sucedido en un conflicto armado en algún lugar de África que ya ni recuerdo. Sus palabras tenían tanto poder visual como su cámara y me dejaron grabadas las imágenes de algo que, por definición, nunca llegué a ver.

El cámara venía a contar algo así:

“Yo estaba grabando en el campamento. De repente un hombre enérgico, con aspecto de ser un mando militar, surgió no sé muy bien de dónde y se abalanzó gritando sobre uno de sus soldados, sin duda cubriéndolo de improperios. Consciente de mi presencia, y seguramente deseoso de hacer alarde de su poder en aquel escaparate ante el mundo entero, desenfundó su pistola, la amartilló y la apoyó contra la cabeza del soldado, paralizado de terror. Entonces levanté una mano para llamar su atención y, ostensiblemente, dejé mi cámara apoyada en el suelo, diciéndole con ese gesto: <<no vas a matarlo para mí>>. Tras la inesperada interrupción aquél hombre brutal pareció aplacarse y se limitó a propinar un culatazo en la cabeza al soldado y a alejarse con paso firme>>.

Hoy, tras el Gran Premio de Fórmula 1 de Japón, el piloto de Marussia Jules Bianchi se debate entre la vida y la muerte, con graves lesiones en el cráneo. La carrera se desarrolló en todo momento bajo la lluvia y, en la curva 7 del circuito de Suzuka, Bianchi perdió el control de su monoplaza y se estrelló contra la grúa que estaba retirando otro coche accidentado, al Force India de Adrián Sutil.

Cualquiera que haya cogido los mandos de una Play Station – un simulador bastante realista, dentro de su nivel – sabe lo difícil que es mantener un Fórmula 1 sobre la pista seca, es como patinar sobre hielo. No es difícil darse cuenta de que conducir un monoplaza auténtico en condiciones de lluvia debe de ser una empresa sobrehumana. Concretamente, en la zona del accidente los coches tomaban la curva a 150 Km/h sobre el asfalto mojado, con escasa visibilidad y contando sólo con una pequeña escapatoria.

En un artículo en El País – http://deportes.elpais.com/deportes/2014/10/05/actualidad/1412502237_274261.html -, el periodista deportivo Oriol Puigdemont nos habla de los entresijos de este tristísimo suceso:

Por otro lado, la organización sabía desde hacía días que las precipitaciones derivadas del tifón Phanfone iban a cebarse el domingo en el área geográfica de Suzuka.

Después de múltiples reuniones, tanto Formula One Management (FOM), el titular de los derechos comerciales del campeonato, como Honda, el promotor del evento, decidieron seguir con el plan previsto a pesar de haber barajado la posibilidad de anticipar la prueba unas horas o incluso trasladarla al sábado, una medida que se descartó por cuestiones televisivas. La tormenta provocó estragos, obligó al pelotón a arrancar detrás del coche de seguridad y neutralizó el gran premio durante casi media hora, antes de que el accidente de Bianchi llevara a la suspensión definitiva ocho vueltas antes de las 53 que estaban programadas.

 Cada domingo de carrera me alegra el corazón ver el espectáculo de color, sonido y movimiento de los coches sobre la pista, pero yo no me siento delante de la pantalla a ver el circo romano, y espero que la mayoría de los aficionados tampoco.

Me pregunto si, en condiciones como las de la carrera de ayer, los amantes de este espectáculo (siempre me ha costado llamarlo deporte) no deberíamos apagar la televisión y decir todos a una, como el cámara de África: <<no van a matarse para mí>>.

Deseo profundamente que se recupere Jules Bianchi.

 

Foto EFE

 

GRANDEZA TRÁGICA

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Nietzsche nos dejó una descripción vívida de la grandeza trágica. En “El origen de la tragedia”, a través de personajes como Edipo o Prometeo, el filósofo trata de mostrar cómo el ser humano es capaz de rebelarse contra la naturaleza, a veces arrancándole sus secretos, con el objeto de ampliar sus propios horizontes. El alemán desvela la significación trágica de la empresa al señalar que tal rebelión consiste, por definición, en llevar a cabo actos antinaturales que acaban destruyendo a su protagonista en beneficio del común de los mortales, que se ven elevados un peldaño por encima de sí mismos gracias a la audacia de aquél.

Por mi parte, dentro de esa línea, propongo añadir los actos sobrenaturales, o casi, a aquéllos que encarnan la rebelión del hombre contra la naturaleza o, al menos, contra su propia naturaleza. Creo que de este modo se puede incluir sin dificultad el deporte de élite dentro de esa constelación trágica que presentaba Nietzsche.

Muchas veces he creído encontrar conexiones mitológicas en lo más extremo del espectro del deporte – v. https://escritodesdelastripas.wordpress.com/2011/10/29/faeton-wheldon-simoncelli/; https://escritodesdelastripas.wordpress.com/2013/10/01/rush/ –  y ahora no me cabe la menor duda de que aquél es hoy en día un modo residual de expresar lo trágico, y de ello tenemos un triste ejemplo de actualidad: Michael Schumacher ha hecho de su vida deportiva una partida incesante de ruleta rusa, tratando de redibujar todas las fronteras que ha encontrado, y su terrible accidente esquiando “fuera de pista” no es más que una frase simbólica coherente con ese guion. Si en él ha acabado por encontrarse con la bala que lo rondaba en el tambor del revólver, no habrá hecho más que poner el lógico colofón a una existencia vivida desde ese lugar trágico que sólo unos pocos pueden elegir. Si su accidente ha sido, además, absurdo, éste no representará, en el fondo, más que un último gesto de hermandad con el común de los mortales, ya que desde el mito de Sísifo podemos sospechar que cualquier existencia humana no es más que la fruta que arropa a la semilla de lo absurdo.

Pero, por todo lo que tú y los que sois de tu misma pasta representáis para los demás, yo te deseo, Michael, de todo corazón, que lo sucedido no sea tan trágico como yo lo acabo de pintar y que te recuperes pronto. Y cuando te recuperes, no me cabe la menor duda de que volverás a intentar lo mismo que tratabas de hacer cuando te caíste, y por el mismo sitio, y a más velocidad.

Foto AFP

TAL VEZ EL OFICIO MÁS ANTIGUO DEL MUNDO

Pese a que solemos asociarlo con tecnología “galáctica” e impacto mediático, para conseguir financiación multimillonaria de patrocinadores de los cinco continentes, posiblemente uno de los oficios más antiguos del mundo sea el de piloto de carreras. Como cualquier oficio tan antiguo, seguramente tiende a satisfacer un deseo primario del ser humano: ser más, mejor, llegar primero, quedar por encima, reforzar el ego. Al menos en este caso lo primario puede ser simplemente otra cara de lo sublime: ¿acaso lo que en el fondo buscan los grandes campeones no es desafiar las leyes de la materia de que están hechos para convertirse momentáneamente en dioses o, como poco, acercarse más a ellos? Senna decía que, a su paso por la curva de Eaux Rouges, hablaba con Dios. Lo que nunca trascendió fue si Lo Tuteaba.

El origen de las carreras se va desdibujando a medida que su búsqueda nos acerca al territorio de lo mítico. Las primeras evidencias artísticas de la existencia de carreras de carros se han encontrado en restos de cerámica del s. XIII A.C., pertenecientes a la civilización micénica. La primera referencia literaria a dichas competiciones es la descripción que hace Homero (s. VIII A.C.) en la Ilíada de una carrera alrededor del tocón de un árbol, en la que el ganador, Diomedes, recibió como premio una esclava y un caldero. El caldero casi prefigura las copas que se entregan en el podio a los pilotos de hoy. En cuanto a la esclava… bueno, lo cierto es que, sobre todo en las actuales carreras de F1, la presencia de la mujer de puertas a fuera es casi exclusivamente decorativa, pero tampoco llegamos a semejantes extremos… Eso sí, ya que la propia esencia de esta competición consiste en romper barreras, estoy deseando que aparezca pronto una piloto de F1 que a todos sus compañeros les dé caña hasta en el carnet de identidad.

Precisamente parece ser que las carreras de carros eran la excepción a la norma que prohibía a las mujeres participar en los Juegos Olímpicos de la Antigüedad, e incluso asistir a ellos como espectadoras, ya que hay constancia de que una espartana, llamada Cinisca, ganó dos veces una carrera de carros. También al contrario que en otros acontecimientos olímpicos, en que los participantes competían desnudos, en las carreras de carros los corredores vestían una prenda llamada xystis, seguramente para tratar de paliar las graves consecuencias que podía tener una caída con arrastre. Así es que los monos de los pilotos no son de ayer por la tarde…

Como en tantos otros casos, los romanos supieron transformar tradiciones heredadas o importadas de otros pueblos en grandiosos espectáculos de masas. En la antigua Roma las carreras se celebraban en un circo, y parece ser que tenían lugar conforme a una programación anual bastante regular. Nada nuevo bajo el sol. El lugar más importante donde se celebraban las carreras era el Circo Máximo de Roma, de origen muy antiguo, reconstruido por Julio César en el 50 A.C. El Circo Máximo era una pista de carreras con forma de proyectil muy alargado, cuya superficie era equivalente a seis de los actuales estadios olímpicos, rodeada por una edificación de cuatro plantas capaz de albergar a unos 200.000 espectadores. Se dice que ha sido el mayor estadio “deportivo” de toda la historia de la Humanidad. En el centro de la pista había una mediana llamada “spina”  y en cada extremo de ésta un poste, alrededor del cual tenían que girar los carros. Las carreras eran a 7 vueltas, por las 60 ó 70 en la F1 actual, pero es que el forraje da bastante menos rendimiento energético que la gasolina.

Las carreras se celebraban por equipos, llamados “facciones”. Inicialmente hubo cuatro: azul, verde, blanca y roja. Corrían 3 carros por equipo, y cada carro podía ir tirado por 2, 4 ó 6 caballos, aunque se dice que en alguna carrera de exhibición se llegó a correr con 10, lo cual exigía al conductor unas dotes prodigiosas de control; debía de ser algo así como un motor turbo de 1.500 hp. El caballo que iba situado en la parte izquierda no tiraba, sino que iba sujeto a sus compañeros y era el encargado de guiarles en las maniobras que el conductor, “auriga”, realizaba. Los aurigas llevaban protecciones de cuero y cascos y, también como hoy en día, en su vestimenta se hacían bien visibles los colores de su equipo. El oficio de auriga era muy peligroso. Se trataba de competiciones extremadamente violentas donde valía todo o casi todo, incluyendo golpear con el látigo a los rivales o engancharlos con él para arrancarlos del carro, lanzado a toda velocidad, o tratar de estrellar a los competidores contra la spina.

Los carros tomaban la salida desde unas cocheras situadas en el extremo “plano” de la pista, que se abrían mecánicamente de forma simultánea cuando el emperador, o quien ejerciera de anfitrión del espectáculo, dejaba caer al suelo un paño conocido como “mappa”. La zona preferida por el público era el extremo curvo de la pista, que era donde, al girar los carros, se producían las colisiones más violentas y, como resultado, se formaban auténticos amasijos de maderas, hierros, caballos y jinetes que, en el argot de las carreras, se denominaban  “naufragia”. Otras veces, en caso de colisión, los aurigas no podían soltar las riendas, que llevaban enrolladas a la cintura, y eran arrastrados por todo el circo hasta la muerte. No, no había FIA, ni comisarios, ni safety car, ni coche médico, no había nada de nada, los aurigas sólo disponían de un cuchillo con el que intentaban liberarse de sus riendas en caso de accidente. En esa materia, la única ventaja que indiscutiblemente tenían aquellos precursores respecto de los pilotos actuales era la TOTAL SEGURIDAD de que su vehículo no iba a incendiarse…

La popularidad de las carreras de carros llegó a ser extraordinaria entre los romanos y dio lugar a un abundante mercado de apuestas. Se dice que, con ocasión de la celebración de una de estas competiciones, la ciudad de Roma se quedó tan desierta que el emperador Augusto tuvo que establecer patrullas militares de vigilancia para evitar el pillaje. Esa popularidad y la afición del pueblo romano por los distintos equipos llevó a la cumbre del éxito a varios aurigas, algunos de los cuales han pasado a la historia, como Scorpus, de la facción verde, de quien se dice que en el s. I D.C. ganó cerca de 2000 carreras antes de morir a los 27 años en una colisión ¡¡¡ con el poste de meta !!! Otro ejemplo fue Gaius Appuleius Diocles, que ha pasado a la historia por su sobresaliente palmarés deportivo… y financiero. Este auriga vivió en el s. II D.C. y, según se dice en su lápida funeraria, tomó la salida en 4.247 carreras, de las cuales ganó un 35% y quedó segundo en un 33%. De acuerdo con un estudio de Peter Struck, profesor de la Universidad de Pennsylvania, a lo largo de su carrera este piloto llegó a ganar 35.863.120 sestercios, equivalentes hoy en día a unos casi 15.000 millones de dólares. Compitió hasta los 42 años. Por cierto, corría para el equipo rojo.  No, no era de Germania, era de Lusitania… Para ilustrar la pasión que despertaban estas estrellas de la pista, el profesor Garrett G. Fagan, también de la Universidad de Pennsylvania, refiere la siguiente anécdota: en el año 390 D.C., en la ciudad de Tesalónica, un famoso auriga se insinuó sexualmente a un general romano, quien ordenó el inmediato arresto del corredor. Fue tal la indignación popular por el trato dispensado a su ídolo, que la turbamulta enfurecida asaltó la prisión, liberó al auriga, linchó al general y, ya puestos, incendió la ciudad. Los disturbios cobraron tal magnitud que el emperador tuvo que enviar al ejército a Tesalónica y el enfrentamiento se saldó con 7.000 muertos. Eso es fanatismo por un piloto y lo demás son cuentos.

Pero no todo era idolatría. Los historiadores creen que en esa atmósfera de competitividad extrema y pasiones desbordadas no eran infrecuenten los casos de envenenamiento de caballos e incluso de aurigas rivales. En nuestra era, que se sepa, nunca se ha llegado a tanto. Los casos más escandalosos han consistido en pagar a algún empleado de una escudería rival para que añadiera “algo” a la gasolina de uno de sus pilotos, o en sacar a un competidor de la pista intencionadamente. Siempre reconforta darse cuenta de que la conciencia moral, poco a poco, va calando… A pesar de los siglos transcurridos, sigue resultando sobrecogedor el legado de odio congelado en piedra que nos dejó un aficionado en una inscripción, a modo de graffiti, que dice así:

Yo te invoco, ¡oh demonio!, quienquiera que seas, para pedirte que desde esta misma hora, desde este mismo día, desde este mismo momento, tortures y mates a los caballos de las facciones verde y blanca, y que del mismo modo aplastes y mates a los aurigas Claro, Philico, Primo y Romano, y no dejes ni un soplo de aliento en sus cuerpos.”

En esto tampoco hemos cambiado mucho, si consideramos las lindezas con que uno se tropieza en cuanto se interna en los medios de comunicación digitales especializados en F1. Nada nuevo bajo el sol. Bueno, sí, al menos entonces cuando se maldecía a un piloto, se hacía con clase.

 Fuentes consultadas:

 –          Wikipedia: Carreras de carros, Circo Máximo

–          MaDi – Arma virumque cano, Blog de aula para Latín 4º ESO

–          Diario Expansión 06/09/2010

–          History of ancient Rome, Garrett G. Fagan, The Teaching Company

GANAR SEGURO

Andando me cruzo con una sucursal del Santander. De forma mecánica dejo que mis ojos recorran la publicidad pegada en uno de sus ventanales mientras sigo mi camino: “HAY UNA FORMA SEGURA PARA GANAR…”. Por los pelos, ya en el límite de mi campo visual, una imagen me captura con la violencia de un cepo de caza: UNA GORRA DE FERRARI. Durante un instante las persianas blancas se vuelven dientes y la abertura del ventanal se transfigura en una bocaza desmesuradamente abierta que me despacha una carcajada ensordecedora, y entonces una especie de reacción eléctrica me impulsa “a liarme a pedradas contra los cristales”, como le pasó al Sabina. Afortunadamente, antes que de lo que me han enseñado, de quién soy o de dónde vengo, me acuerdo de a dónde voy: a la comisaría que está cincuenta metros más arriba, a renovarme el DNI, y ya un poco más centrado decido que prefiero entrar y salir de ella por mi propia voluntad.

La verdad es que el mundo en que vivimos resulta poco tranquilizador, pero aún hay que dar las gracias si piensa uno que lo que sucede cada día es sólo la punta del iceberg de todo lo que podría pasar…

Fuente foto: todoformula1.net

BAHAREIN

Bueno, ya me lo estoy imaginando y me estoy empezando a poner nervioso: Domingo 14 de marzo, 12,59 hora peninsular. Vista desde un plano largo en la televisión la parrilla de salida de Baharein parece un tapete gris con puntadas de todos los colores perfectamente alineadas a ambos lados. Los semáforos rojos se van apagando uno a uno. Los pilotos revolucionan sus motores para soltar el embrague manual en el momento justo y el bramido de las máquinas se acerca a lo inimaginable; sus corazones, como cuando los pies se van al ritmo de la música, siguen a los motores y rondan las 200 pulsaciones por minuto; los de los espectadores, que normalmente no dan tanto de sí, sólo alcanzan unas 120 en casos de fanatismo extremo. Se apaga el último semáforo rojo y empiezan a correr esos tres segundos que parecen una era geológica. Dentro de cada uno de los cascos sólo existe una idea: llegar bien colocado a la entrada de la curva 1, el resto del futuro no es más que un chiste malo.  Se encienden los semáforos verdes. El bramido de los motores llega a su paroxismo y, como si el tapete reventara, las puntadas multicolores saltan y se desparraman por toda su superficie sorteándose unas a otras, lanzadas en medio de una nube de humo hacia la primera curva. La aventura ha comenzado. Mucha suerte, chicos…

¡AGÁRRENSE A SUS ASIENTOS…!

            Cuando yo era pequeño, Antonio Lobato era un chavalín poco mayor que yo y las retransmisiones televisivas de la Fórmula 1, en blanco y negro, eran capaces de dormir a las cabras. Todo comenzaba con ese círculo en pantalla y esa música tan característica, que anunciaban la conexión con Eurovisión, luego una voz en off que te informaba de que iban a retransmitir las cinco últimas vueltas  – eso era todo lo que se daba – del Gran Premio de donde fuera y, finalmente, unos cuantos puntitos haciendo un ruido grave y moviéndose por el gris de la pista, rodeado del gris de césped. Por supuesto, no había planos subjetivos desde el monoplaza. El comentarista utilizaba poco más o menos el mismo tono con que Matías Prats retransmitía el fútbol para informarte de las evoluciones de pilotos con nombres impronunciables. Lo más parecido que existía a la Play era aprovechar esas migajas de F1 para mirar a la pantalla de la tele con cara de velocidad mientras, con los brazos semi extendidos, hacías girar a izquierda y derecha un plato de postre fingiendo que aplicabas un esfuerzo muscular extremo. Pero todo eso a mí me gustaba, me gustaba mucho.

            Las carreras eran otra cosa. Sigo recordando con angustia a Niki Lauda en su Ferrari envuelto en llamas en aquel lejano 2 de agosto de 1976, en Nurburgring, y sigo maravillado de que sobreviviera – por lo visto llegaron a darle la extremaunción – con la sangre envenenada por los gases del incendio, y sigo preguntándome, entre la curiosidad morbosa y el miedo, por los horrores que oculta el hoy anciano bajo su eterna gorra juvenil. Los pilotos, como ahora, se hacían una foto de grupo al comienzo de cada temporada, pero, mientras posaban, todos sabían que, estadísticamente, al final del año dos de ellos ya no existirían… Sí, eran tiempos duros.

            La última temporada que seguí al completo fue la de 1982, con el duelo entre los atmosféricos y los turbo y con Keke Rosberg, envuelto en constante polémica por sus maniobras en pista, que se salvó por los pelos de convertirse en el campeón del mundo de F1 más gris de la historia, porque estuvo a punto de conseguir el título sin una sola victoria. Del año 1983 sólo me llamaron la atención algunas escaramuzas protagonizadas por Nelson Piquet con aquel BMW que parecía un brick de Parmalat gigante. Luego la F1, que tanto me había gustadoo, se marchó de mi vida sin saber por qué.

            En 1994, ya desconectado por completo del mundo del motor, la muerte de Ayrton Senna me llegó simplemente como una noticia de información general, y sólo me hizo pensar que, en el fondo, Senna había sido afortunado por su vida tan intensa aunque breve, pero lo sucedido no me trajo ningún eco especial de mi infancia.

            En 1999 el accidente de Schumacher en Silverstone me llegó a través de un diario que ojeaba en el hospital donde acababa de nacer mi hija, pero esa vez ni siquiera le dediqué una reflexión de corte general a la noticia, tan ocupado como me tenía esa muñequita de aspecto frágil e imponente al mismo tiempo, que parecía que se iba a ir cada cosa por su lado al cogerla en mis brazos torpones de padre primerizo.

            Y así llegó el 2005, en el que pasé por un momento difícil. Un domingo a mediodía, no sé por qué, encendí mi denostada tele y oí el aullido del motor V10 de aquel asturiano que tenía a toda España pendiente de si sería capaz de hacer realidad lo que parecía ciencia-ficción. Y, en respuesta a ese aullido, la memoria me trajo el sonido más grave de los monoplazas de antaño.  Aquello fue como descubrir por accidente un juguete que enterraste de niño en el jardín. A partir de ahí me enganché otra vez a la F1 con la fuerza que sólo surge del afán de recuperar el tiempo perdido. Grande o pequeño, lo auténtico nunca se va del todo, y siempre se encuentra rebuscando en la niñez.

            La ilusión por ver correr a Fernando Alonso el domingo se convirtió en una buena razón para mirar con otros ojos el resto de la semana. Me contagié de las vibraciones del R 25 y aquel año Interlagos me convenció de que cualquiera que se lo proponga puede, no sólo vivir haciendo realidad el potencial que lleva dentro, sino convertir esa labor en el centro de su vida, pese a todos los obstáculos y, a la vez, gracias a ellos; cualquiera puede llegar a proclamarse campeón del mundo de sí mismo. Por eso el Nano siempre representará algo muy especial para mí. A la vez, cada uno de sus éxitos me ayudó a ir bajando del podio de mi soberbia. Para mi propia sorpresa, empecé a verme a mí mismo como uno más de los que comienzan cada lunes volcados sobre la prensa deportiva, bajo la luz pálida de los andenes del metro, dándole vueltas a la competición del pasado fin de semana y sufriendo, eso sí, con mucho disfrute, por lo que pueda pasar el próximo: – ¡A ver si llegamos “vivos” a la final…! -. Comprendí que lo que antes me parecía banal puede ser, y es para muchos, uno de los condimentos de cada nuevo día que hacen que valga la pena levantarse y vivirlo.

            Luego vino el 2006, y la ansiedad de repetir lo que ya había sido realidad una vez, y la agonía de contemplar esa sangría implacable de puntos de Fernando, perseguido por el Kaiser, y, finalmente, como la llegada del Séptimo de Caballería, la rotura del motor del alemán en Japón, equilibrando así la tuerca de Hungría y la cacicada de Monza. Después, ese 2007 en que no todo es para olvidar: siempre quedará ahí la cara de Fernando, con esa expresión de una intensidad explosiva, aún con huellas de rabia extrema recién convertida en alegría desbordada; estaba en lo más alto del podio de Nurburgring tras haber adelantado a Massa a cinco vueltas del final bajo la lluvia, bajo la lluvia de fuera y bajo la que le seguía cayendo cuando estaba dentro de su propio garaje. Luego la travesía del desierto de 2008 y 2009, hasta el 30 de septiembre del año pasado, en que no quiero decir que “comienza la leyenda”, porque eso ya lo dijo alguien el 1 de enero de 2007, y mira tú…

            Me gusta la F1,  me gusta mucho más que las motos – hay quien es de coches y hay quien es de motos -. Comprendo a quien se aburre pero, aunque no haya adelantamientos, sólo con ver el plano de la pista desde el monoplaza y con escuchar el aullido del motor, y el sonido del cambio de marchas cuando se lanza el coche en las rectas, y al frenar a la entrada de las curvas, ya se me pone la carne de gallina. Es la cumbre tecnológica, pero la paradoja es que toda esa tecnología no valdría nada si no fuera por la humanidad que se esconde en los egos de los grandes pilotos, esos egos tan brutales que en ocasiones los llevan a comportarse como niños y les causan problemas, pero que son la única fuente capaz de inyectar una energía tan desaforada a la competición. Muchas veces se les critica por eso, pero , ¿qué otra cosa más que un ego del tamaño del dirigible Hindemburg puede impulsar a alguien a meterse en un habitáculo que parece una lata de sardinas y a lanzarse, a más de trescientos kilómetros por hora, dentro de un misil atiborrado de gasolina?

            Luego la velocidad opera como una especie de alquimia espiritual, el ego ya no puede seguir al piloto y se va quedando atrás, y alrededor de los 300 Km/h los pilotos prácticamente se convierten en maestros Zen: dejan de pensar, dejan de recordar, dejan de planificar y, por supuesto, dejan de temer; ya no existe el futuro, todo es acción instantánea. Tras la bandera de cuadros, su ego va regresando en la slow-down lap, y al bajarse del coche ya vuelven a ser los de antes, a picarse unos con otros, a mosquearse con el equipo, a responder con suficiencia o a tratar de seducir a la prensa, según los casos, a dejarse adorar por los fans…

            Igual que les pasa a los pilotos, cuando llega el plano subjetivo desde el coche a 300Km/h, el aficionado deja de pensar, y se olvida del oxígeno consumido en cada fin de semana de Gran Premio, de las fortunas tan inconcebibles que se amasan con la F1, en medio de un mundo cada vez más desigual, de los intereses tan poco deportivos que animan a ese deporte, de su carácter despiadado, y entonces, durante un rato que está fuera del tiempo, todo eso se queda atrás y para el aficionado sólo permanece la emoción pura. La F1 es lo más de lo más…

            Los tiempos de Fernando nada más coger el F10 ilusionan. Yo no creo que ni él ni nadie, por muy buen coche que tenga, pueda llegar a acercarse al palmarés del Kaiser, y no es cuestión de talento, es que éste es otro momento de la F1: mucha más competencia, muchas más limitaciones, otras reglas, escritas y no escritas…, pero bueno, ya hemos aprendido a no descartar nada de lo que se pueda llegar a soñar. Deseo muchísima suerte a Fernando en este año en que comienza su andadura con Ferrari; ni que decir tiene que es un deseo muy interesado por mi parte, porque quiero que nos siga regalando tantas emociones los fines de semana de Gran Premio. Y también mi enhorabuena a Pedro de la Rosa, porque se merecía coger este último tren y lo ha logrado, y a Jaime Alguersuari, por haber cogido el primero que se le presentó sin dudarlo. Y espero que Andy Soucek o Adrián Valles, o los dos, ¿por qué no?, también puedan subirse en el primer tren que se les acerque antes de marzo, que no están los tiempos para perder ni un minuto esperando en el andén.

FIN


Una frase:

"El tiempo es lo que impide que todo suceda de golpe."

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