El 31 de diciembre, con sus inevitables bromas que juegan con la ambigüedad entre lo que dura el año y lo que queda de él (v. https://escritodesdelastripas.wordpress.com/2014/12/31/ingenuidad/), me recordó un cuento cuyos ecos aún resuenan en mi cabeza como las doce campanadas de aquella noche.
Hace mucho tiempo (o quizás fue anteayer, ¿cómo saberlo?) un occidental ingresó en un monasterio budista en el que nadie podía pronunciar más de dos palabras cada diez años, a excepción del monje superior cuando tenía que impartir instrucciones para organizar la vida monástica.
Diez años después de ingresar, el novicio se presentó al superior y le comunicó: “tengo frío”. Éste no quiso que la falta de adaptación al duro clima interfiriera en el progreso espiritual del nuevo miembro de la comunidad e inmediatamente ordenó que se le proporcionaran mantas.
A los veinte años, el extranjero rompió de nuevo su silencio: “cama dura”. Haciendo otra vez gala de su muy cultivada compasión, el monje superior se ocupó de proporcionar a aquél un lecho más blando en el que pudiera gozar de un sueño reparador.
Tras treinta años de vida religiosa, el protagonista de nuestra historia aún no había logrado adaptarse al tipo de alimentación del monasterio y así lo hizo saber: “comida sosa”. Enseguida se sazonó a su gusto todo cuanto consumía.
Después de cuarenta años, nuestro amigo volvió a abrir la boca, pero en esta ocasión no fue para pedir nada: “me marcho”, dijo por todo discurso de despedida. “No me sorprende”, pensó al punto el monje superior, “no ha parado de quejarse en todo el tiempo”.
Esta historia trata sobre la relatividad del tiempo, igual que, en cierta forma, lo hacen las bromas propias de las últimas horas del año.
Una visión menos irónica y más literaria de la manera budista de entender el tiempo y el espacio la podemos encontrar al final de “Siddharta”, cuando su amigo Govinda pide ayuda a éste para mantenerse en pie y continuar su camino “difícil y sombrío”. Hermann Hesse nos describe así el despertar de Govinda:
Siddharta le observó y sonrió.
- ¡Acércate a mí! – susurró al oído de Govinda -. ¡Acércate a mí! ¡Así, más cerca! ¡Muy cerca! Y ahora, ¡besa mi frente, Govinda!
Y sucedió algo maravilloso mientras Govinda obedecía sus palabras, entre un presentimiento y el amor que le atraía: se le acercó mucho y rozó su frente con sus labios. Todo ocurrió mientras sus pensamientos se ocupaban todavía de las extrañas palabras de Siddharta, mientras se esforzaba aún por quitar el tiempo en vano y con resistencia de sus pensamientos, y de imaginarse el nirvana y sansara como una misma cosa, a la vez que sentía desprecio por las palabras de su amigo y luchaba en su interior con un enorme respeto y amor. Así fue.
Ya no contemplaba el rostro de su amigo Siddharta, sino que veía otras caras, muchas, una lagara hilera, un río de rostros, de centenares, de miles de facciones; todas venían y pasaban, y sin embargo, parecía que todas desfilaban a la vez, que se renovaban continuamente, y que al mismo tiempo eran Siddharta. Observó la cara de un pez, de una carpa, con la boca abierta por un inmenso dolor, de un pez moribundo, con los ojos sin vida…, vio la cara de un niño recién nacido, encarnada y llena de arrugas, a punto de echarse a llorar…, divisó el rostro de un asesino, le acechó mientras hundía un cuchillo en el cuerpo de una persona…, y al instante vislumbró a este criminal arrodillado y maniatado, y cómo el verdugo le decapitó con un golpe de espada…, distinguió los cuerpos de hombres y mujeres desnudos y en posturas de lucha, en un amor frenético…, entrevió cadáveres quietos, fríos, vacíos…, observó a los dioses, reconoció a Krishna y a Agni…, captó todas estas figuras y rostros en mil relaciones entre ellos, cada una en ayuda de la otra, amando, odiando, destruyendo y creando de nuevo. Cada figura era un querer morir, una confesión apasionada y dolorosa del carácter transitorio; pero ninguna moría, sólo cambiaban, siempre volvían a nacer con otro rostro nuevo, pero sin tiempo entre cara y cara… Y todas estas figuras descansaban, corrían, se creaban, flotaban, se reunían, y encima de todas ellas se mantenía continuamente algo débil, sin sustancia, pero a la vez existente, como un cristal fino o como hielo, como una piel transparente, una cáscara, un recipiente, un molde o un máscara de agua; y esa máscara sonreía, y se trataba del rostro sonriente de Siddharta, el que Govinda rozaba con sus labios en aquél momento.
Así vio Govinda esa sonrisa de la máscara, la sonrisa de la unidad por encima de las figuras, la sonrisa de la simultaneidad sobre las mil muertes y nacimientos; esa sonrisa de Siddharta era exactamente la misma del buda, serena, fina, impenetrable, quizá bondadosa, acaso irónica, siempre inteligente y múltiple, la sonrisa de Gotama que había contemplado cien veces con profundo respeto. Govinda lo sabía: así sonríen los que han alcanzado la perfección.
Sin saber si existía el tiempo, si había pasado un segundo o cien años, desconociendo si eran realidad un Gotama, un Siddharta, si vivía el yo y el tú, alcanzado su interior por una flecha divina cuya herida es dulce, encantado y roto su corazón…, Govinda permaneció todavía un tiempo inclinado sobre el rostro bronceado de Siddharta, el que besara hacía un momento, el que fuera escenario de todas las transformaciones, de todos los orígenes, de todo lo existente.
Seguramente, para muchos budistas esos pequeños confetis que aún se pueden encontrar por las calles como vestigio de la noche de fin de año no son basura sin recoger, sino una puerta hacia la eternidad.
Foto: sonrisasforever.es
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