Archivo de agosto 2023

MIEDO (EDITADO)

Y entiende/que sólo el dolor conduce hasta Dios,/Mientras que a los demás, el peso de la vida/los ata a la tierra con una dicha de plomo.

Momentos estelares de la Humanidad. Un instante heróico. Stefan Zweig

Un día se decidió a hacer la prueba y se sumergió por fin en la oscuridad de una iglesia. Dentro no había nadie. Sin saber por qué se sentó en primera fila, quizás para estar más cerca del crucifijo situado en el ábside, y maquinalmente se arrimó aún más el bolso que acababa de descolgar de su hombro – Soy estúpida, estoy sola y nadie va a venir a robarme aquí – se dijo, pero en su trabajo la precaución acababa convirtiéndose en una segunda piel.

El contraste entre la oscuridad de la nave y la luz que entraba por las vidrieras coloreadas le hizo añorar la paz que la invadía cada vez que se sentía abrazada por la penumbra de una sala de cine, porque ahora sólo experimentaba desasosiego. Miró el altar, los símbolos que decoraban el mantel que lo cubría, miró de nuevo el crucifijo y luego la escultura que representaba al santo patrón del templo y todo ello le pareció irreal, era como un collage, como una composición hecha de pegatinas adheridas al vacío. ¿Era esa vivencia de desconexión lo que la hacía sentir la soledad como un frío intenso que la calaba hasta la médula de los huesos? ¿O era más bien una quemadura que la abrasaba con rabia de dentro afuera? Había sentido ambas cosas a la vez aquella madrugada en que su madre le apretó la mano por última vez mientras la velaba, ya en paliativos, y desde entonces esa fiera se despertaba en su interior de cuando en cuando.

Había cuidado a su madre desde muy joven, desde que su padre les dio la sorpresa más grata que habían recibido de él nunca, cuando se marchó sin decir nada y las dejó en paz a las dos de una vez para siempre. Nada más morir su madre ella decidió abrazar su profesión como siempre había deseado hacerlo. Era una profesional talentosa, fuerte e íntegra y a su jefe estuvo encantado de que dejara la sección de política nacional para enviarla a cubrir varios conflictos como corresponsal de guerra. En ellos aprendió que las peores guerras no son las declaradas, porque uno sabe desde el principio qué puede esperar alí. Las peores guerras son las insidiosas, la guerra diaria contra la pobreza, contra el enemigo invisible de la enfermedad, que es compañero inseparable de aquélla, contra las denuncias de los vecinos y hasta de la propia familia en aquellos lugares donde las turbulencias políticas o religiosos, que para el caso viene a ser lo mismo, se traducen inmediatamente en un desplome de la cotización del derecho a la vida, y las guerras secretas, las que se producen en la intimidad familiar, guerras cuidadosamente disfrazadas por los pulcros muros de tantos y tantos hogares de postal, guerras que de momento no te matan, pero que te inundan el alma de metástasis.

Luego vino su matrimonio y un nuevo cambio de rumbo profesional. Ante la perspectiva de compartir su vida con aquel hombre al que adoraba y admiraba le pareció lógico apartar lejos de sí su convivencia con la incertidumbre que se despertaba con ella cada mañana acerca de si seguiría en este mundo al caer la noche. En el momento que se lo planteó a su jefe sintió que algo así como el pasar de una sombra velaba la mirada de aquél. Él asumió una expresión de cierta gravedad, pero no le dijo nada, sólo le insistió en que no volviera a política nacional, sino que aceptara cubrir la política internacional «para matar el gusanillo». Pese a su inicial reticencia a viajar de cuando en cuando dejando solo a su marido, acabó convenciéndose de que seguir la sugerencia de su jefe había sido un acierto y como en tantas otras ocasiones renovó su sentimiento de gratitud hacia él y se sonrió al pensar que era la única persona a la que ella permitía que la cuidara.

En este momento, bajo la vigilancia de su médico, aún estaba reduciendo la dosis del lorazepam que tenía que tomar por las noches para lograr conquistarle unas horas al sueño. Había logrado salir de aquella relación tóxica y hasta obtener el divorcio, pero su ex marido no había soltado la presa fácilmente y había tratado de seguir vigilándola y humillándola con toda clase de reproches durante más de un año. Había tenido que cambiar de móvil muchas veces para borrar su rastro, pasar temporadas en casa de amigos como quien se refugia en el sótano durante un bombardeo, luchar por mantener la concentración en los momentos de tregua, por si se trataba de una trampa y, en fin, retomar muchos de los viejos hábitos de su época de corresponsal. Su terapeuta le había dicho que no era capaz de elegir más allá de la alternativa de contar la guerra para otros o vivirla en carne propia como víctima.

Nuevamente su jefe había estado al quite en ese trance tan delicado y, para evitarle los viajes internacionales que podían interferir con los cuidados que necesitaba, le había ofrecido realizar una serie de reportajes en los que estaba convencido que ella iba a ser capaz de sacar piedras preciosas. Cuando lo puso en antecedentes sobre su ruptura y la situación a que había llegado ella, con su media sonrisa entre irónica y candorosa y ese sentido del humor que rara vez perdía le había dicho: – Está claro que soy una de esas mujeres que se empeñan en amar demasiado -, a lo que su jefe replicó sin el más mínimo asomo de duda: – No, hija mía, siempre lo complicas todo más de lo necesario, es mucho más sencillo; simplemente es que eres gilipollas . Gracias a Dios no había tenido hijos con su marido. A veces la naturaleza es sabia y compensa nuestra falta de visión.

Entonces, al pensar en Dios, su mente volvió al lugar en que se encontraba y a lo que la había traído allí. La misión periodística encomendada consistía en explorar las motivaciones de varias comunidades de religiosos que habían optado por una vida de retiro, en tratar de extraer el factor común presente en todas aquellas vocaciones, si es que existía, y de ofrecerlo en un artículo como posible inspiración para esa aplastante mayoría cuyo único nexo de unión es llevar una vida convencional.

De todas las monjas que había entrevistado en varios conventos una le había impresionado especialmente, Sor Amaya, por su estar, por sus ojos claros de mirar alegre, por su tono de voz casi juvenil y su forma de hablar desenfadada, a pesar de la dureza de la historia que contaba, todo ello milagrosamente alojado en una osamenta curvada por los años y en una piel arrugada cuyo único deseo parecía ser descolgarse hasta el suelo y tenderse allí a reposar.

Sor Amaya era viuda. Tras la derrota definitiva de su marido en la lucha con una larga enfermedad, y con su hija a punto de casarse y seguir su propio camino, ella buscó el sentido de su vida en la pertenencia a una comunidad que compartía la misma fe y la servía a través de la contemplación y la oración. Se ordenó y encontró lo que ansiaba. Poco después de la boda de su hija ésta y su marido se encontraron con su destino disfrazado de kamikaze mientras volvían de una reunión con amigos un sábado por la noche. El marido murió instantáneamente y a todos les pareció un milagro que la hija de Sor Amaya siguiera en este mundo cuando los bomberos lograron extraerla de aquel amasijo de metal retorcido.

Sor Amaya padecía un cáncer terminal y le habló a la periodista de los resultados de sus últimas pruebas como quien cuenta una anécdota, mientras compartían una taza de café y unas pastas. Sabiéndose ya inútil para la comunidad había expresado a la Madre Superiora su deseo de abandonarla para ir a morir a su pueblo natal, pero ésta le había respondido: – Ereuna de nosotras, has vivido para nosotras y te acompañaremos hasta el final -.

– Yo encontré sentido en el dolor. – le dijo a ella, que la observaba como si se hubiera quedado congelada, olvidada por completo de su libreta de notas y desentendida del móvil donde grababa la conversación – Yo me di cuenta de que todo ese dolor incomprensible sólo desde la razón, contra el que nos rebelamos como animales salvajes, es una oportunidad que nos brinda Dios de descubrir que nuestra principal fuente de sufrimiento es no querer aceptar lo que nos sucedeCuando tu rabia y tu lucha con lo que no puedes cambiar te deja completamente agotada, entonces te entregas, descansas remansándote en el dolor y después de dar ese paso, sin poder evitarlo, te entregas a todo lo que venga, te entregas a Todo con mayúsculas. ¿Te das cuenta, hija?, ¡te entregas a Dios, que lo es Todo! Y al entregarte a Él te haces Uno con Él y al final el milagro se obra y acabas comprendiendo que todo ese dolor no es más que la puerta que te ha abierto Dios para que aceptes el infinito amor que nos entrega. Pero antes – prosiguió con la mirada chispeante de convicción y de alegría – antes hay que enfadarse con Dios, hay que cuestionar a Dios. ¿Por qué muy pocos se atreven a ir a la Iglesia y a ponerse delante de Dios y a decirle a la cara: Dios, si estás ahí, por qué no te me muestras, ¿eh?, ¿por qué no vienes y me demuestras que estás ahí?, ¡porque en la vida de cada día no te veo hablarnos claramenteHay que plantarse así delante de Dios y atreverse a sentir y preguntarse: ¿de qué tengo miedo?, ¿tengo miedo de que Dios me haga caso y se me muestre? Yo creo que la mayoría de la gente no actúa así porque tienen miedo, tienen miedo de sufrir una transformación radical, sin marcha atrás. –

Ella abandonó el convento de Sor Amaya profundamente impresionada por las palabras y por la actitud de ésta. Había tardado unas semanas en decidirse a algo que, sin tener sentido para ella, porque nunca había sido creyente, la atraía con una fuerza misteriosa, pero hoy era el día.

Tras recobrar la orientación en el tiempo y en el espacio se centró en las imágenes, en la atmósfera religiosa que la rodeaba y, con la respiración agitada y el corazón un poco acelerado se preguntó – Es cierto, ¿qué pasaría si de repente Dios se presentara ante mí en una forma en que yo pudiera reconocerlo, y yo me convenciera de que toda mi vida había estado extraviada y de que el verdadero camino es la entrega incondicional a Su voluntad, sin ver ni tratar de buscar otro sentido en esa voluntad que el camino por el que ofrecerle mi propia entrega? – y de repente el pulso se le aceleró aún más y sintió una fuerte opresión en el pecho y un sofoco de ira y agarró de un zarpazo su bolso mientras se ponía de pie como un resorte y, clavando sus ojos en el altar dijo en voz alta y enronquecida por la rabia – ¡¡Ni hablar!! ¡¡No esperes que jamás vuelva a arriesgarme a caer en manos de un maltratador!! – y caminó hacia la puerta de la iglesia tan deprisa que se le salió un zapato.

Foto: https://pxhere.com/es/photo/932614, CCO dominio público, no se requiere atribución.

Nota: este relato se basa en parte en algunos de los diálogos con religiosas que aparecen en el documental «Libres», dirigido por Santos Blanco. Mi intención al escribirlo no ha sido en modo alguno ofender los sentimientos religiosos de nadie, sino sólo mostrar otras emociones y sentimientos al respecto que considero igualmente profundamente humanos y, por ello, legítimos y dignos.


Una frase:

"El tiempo es lo que impide que todo suceda de golpe."

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