Agotado por tantas y tan fuertes tensiones – v. https://escritodesdelastripas.wordpress.com/2013/03/22/corresponsal-en-el-infierno-el-resplandor/ – y en riesgo inminente de concurso de acreedores por los precios del transporte público, mi amigo Braulio decidió darse a la vida sana – amén de barata – y caminar un poco todos los días al ir y volver del trabajo.
Últimamente tomo bastante el aire y muevo el corazón sin necesidad de sufrir las taquicardias que suele provocar esa inteligencia tan bestial de nuestro edificio de Las Planchas: todos los días voy y vuelvo desde la estación de Cercanías de Fuenperal, lo que me supone en los dos trayectos unos 40′ de marcha rápida entre abortos de prado y montículos suburbanos hechos de escombros; es lo más cutre del mundo, pero al menos la atmósfera parece limpia, salvo que te veas atrapado en el “rebufo” de uno de esos viciosos que justo antes de entrar a trabajar o nada más salir necesitan meterse en vena su dosis de nicotina y tiran despiadadamente de cualquier tagarnina apestosa. Por el camino va y viene mucha gente, así que llegué a convencerme de que no era peligroso, ni siquiera a la ida, con tal de que uno hubiera tenido la precaución de guardar las sobras de la cena para echárselas a las manadas de lobos que rondan esos caminos al despuntar el alba; de hecho algunos ya meneaban el rabo al verme y casi me comían en la mano.
Preocupado por las alimañas, no había contado yo con la ferocidad de los agentes del Seprona y así, el otro día, mientras estaba yo rodeado de lobitos como cada mañana, no reparé en dos arbustos que se acercaban poco a poco hacia mí. Si hubiera sido más observador habría notado algo chocante, no ya porque las plantas se movían, lo cual no llama para nada la atención en uno de esos suburbios industriales donde tantos y tantos restos orgánicos allí arrojados llegan, con el tiempo, a abandonar sus envases y a irse por su cuenta a correr mundo, sino porque ambas plantas desentonaban por completo en un sitio donde cualquier matojo que levanta más de un par de palmos del suelo parece un árbol de Navidad decorado por Torrente. En efecto, a diferencia de los demás, los dos arbustos semovientes, en lugar de tener sus ramas adornadas por cáscaras de plátano, mondas de naranja, vasos de yogur del revés y preservativos usados en avanzado estado de descomposición, estaban perfectamente limpios. Cuando me tuvieron al alcance de una carrera, los arbustos se convirtieron en sendos agentes del Seprona con el ramaje sujeto a la espalda que se abalanzaron sobre mí, me incautaron – vulgo: me arrancaron de un zarpazo – la bolsa con los restos de la cena que aún no habían sido devorados por los simpáticos cánidos y, a la vista de los trozos de filete que aquélla contenía, preocupados porque los aditivos de la carne pudieran dañar a las tiernas bestezuelas, me cascaron una multa que más me valía haber acudido como accionista único a la privatización del Seprona, y no sigo por no dar ideas…
Una vez sentado en mi mesa del frenopático, vamos, del edificio inteligente, y recuperado un poco del sobresalto, me dije a mí mismo: – Braulio, no puedes seguir así. Cuando no son los sustos que te dan el Gran Maestre de Campo Corporativo y su camarilla, digo su séquito, son los francotiradores que acechan en las zonas de acceso restringido y cuando no, la tortura de la luz cenital o la angustia de las demandas por plagio al diseño del Guggenheim, y ahora elegir entre el acecho de los lobos o el del Seprona -, así es que decidí cambiar de trabajo.
La verdad es que las cosas están muy mal, pero siempre hay oferta para el que busca con ganas. En menos de una semana vi, entre otras, las siguientes:
– Esclavo de un tío que tiene unos arrozales en Levante
– Limpiador del culo de Kim ll- sung
– Logopeda de Mariano Rajoy
y un largo etcétera que haría las delicias de cualquiera con ambición y con ganas de labrarse un porvenir, pero que prefiero omitir para no perder el hilo de los hechos relevantes de esta crónica.
Pues bien, tuve mucha suerte, porque quedé finalista en dos procesos de selección que prometían empleos más seguros y gratificantes que el mío actual: uno era desactivando explosivos en la Franja de Gaza y el otro haciendo sombras chinescas con los pies en una taberna en los muelles de Puerto Príncipe. O sea, que hasta podía pensármelo y elegir. ¡Impresionante!, ¿no? Y es que el que vale, vale. Pero basta ya, que nunca me ha gustado “restregar” mis logros a los demás.
El caso es que, con dos ofertas en firme encima de la mesa, mientras me pensaba qué camino tomar decidí dar el preaviso en mi trabajo, porque les iba a costar mucho a los pobres encontrar a alguien que se acercara siquiera a mi valía.
La reacción de mis verdaderos amigos fue de alegría y sana envidia.
– ¡Quién estuviera en tu situación! – comentó uno de ellos durante nuestro tradicional desayuno de los viernes en el vending, tan absorto en sus ensoñaciones que casi se le achicharran las pancetas que tenía puestas en papel de plata sobre las brasas de unos trozos de madera que, por cierto, me resultaban muy familiares, aunque me quedé con las ganas de saber de dónde procedían.
– ¡Hiiiiiiiiii! – grgrglugluglu, ¡slurp!, ¡ahhhhh! – yo también estaría encantado – ¡buurpp! – de poner pies en polvorosa – grglugluurrp – replicó otro entre sonoras libaciones de un porrón de Valdepeñas.
– No, con ser bueno, lo mejor no está en largarse de esta checa – aclaró el de las chuletas -. Lo mejor son los quince días que pasas cuando ya sabes que te vas a ir y te la refanfinfla todo.
– Yo probaría todas las cosas que no puedes hacer mientras estás trabajando en una situación normal – terció un último contertulio mientras se dirigía a abrir la ventana más próxima, antes de que el humo de unos calamares fritos sobre el fuego de un neumático en la mesa contigua lograra atenazar nuestras gargantas como la garra de un oso grizzlie.
Una especie de intuición anticipatoria me hizo depositar mi bocadillo de lentejas con chorizo encima de la mesa, tras haber limpiado ésta con la manga en un gesto mecánico, para centrarme en el cariz que iba tomando la conversación.
– ¡Joder!, yo es que, si no pudiera hacerlo, pagaría dinero a cualquiera que probara mis ocurrencias por mí – remató el de la bota, con el ingenio obviamente avivado por la ingesta etílica.
¡Bingo! No se iluminó una bombilla, fue una caja registradora lo que sonó en mi cabeza tras escuchar aquella genial sugerencia.
Las dos semanas siguientes me vieron salir del edificio inteligente haciendo rappel por la fachada; disparar los sprincklers del sistema anti-incendios arrimándoles una tea humeante encaramado en una mesa de delineación; ponerme un casco de motorista y hacer carreras de Fórmula 1 por los largos pasillos, montado dentro de un carrito de reparto de paquetería; presentarme a trabajar, llegado directamente de Cornejo, vestido con traje de luces y manoletinas, haciendo pases de muleta con mis ofertas firmes de empleo; darme de alta en una página web de novedades de telefonía móvil bajo el nombre de “D. Porco Jones”, clickar en la opción “Contactarme de cada vez que haya una oferta” e introducir el número de móvil de mi jefe; hacerme el encontradizo con el Gran Maestre de Campo Corporativo y decirle encogido, frotándome las manos con un tono de obsequiosa humildad: – ¿Ya ha visto Vuecencia a D. Arturo? – y cuando él, mirándome de soslayo con displicencia respondió secamente: – ¿Qué Arturo? -, apuntillar: – ¡El que te la hincó contra un muro! -…
Como dice el refrán: “Da a otro un pez y lo alimentas por un día; ensáñalo a pescar y lo alimentas para toda la vida”. No se trata ya de la ingente cantidad de dinero que gané haciendo realidad las fantasías más intensas que mis compañeros podían albergar sin pensar en bajarse los pantalones, no, lo más valioso que saqué de aquellas dos últimas semanas en el edificio inteligente de Las Planchas fue la semilla germinal de la empresa más innovadora desde el viaje de Colón: bastaba colocarse en cualquier trabajo, no importa de qué tipo ni tampoco las condiciones; da igual que hubiera que aceptar un puesto de becario senior de primer quinquenio, participar en una subasta a la baja entre demandantes de empleo o que te exigieran pagar por trabajar. Nada más firmar el contrato dabas preaviso de terminación y te pasabas los quince días siguientes poniendo en práctica la creatividad súbitamente desencadenada de los demás empleados y ex-empleados, todo ello por un módico precio. Había nacido la primera empresa del sector de consultoría y gestión de ideas pasadas de rosca, y yo era su capitán.
Aquí se interrumpe esta crónica de mi amigo Braulio. Braulio ha inventado una actividad sin parangón, merecedora de que Chesterton levantara la cabeza y añadiera un apéndice a “El club de los negocios raros”. Además, ha dado la razón a los que piensan que España es ahora mismo una cantera de emprendedores: en efecto, ha emprendido la huida como alma que lleva el diablo y, con parte del dinero ganado en su nueva profesión, se ha comprado un califato en Arabia, desde donde está pilotando la expansión mundial de su negocio. Hace poco recibí una escueta postal suya anunciando que vendría a visitarme por Nochebuena, ya que, según dice, por allí las Navidades no tienen mucho ambiente.
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Dedicado a la cuadrilla del Troglo, a la del Javi, a Vito y a María, que hicieron que los meses que pasé en ese edificio tan inteligente merezcan ser recordados con cariño.
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