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CORRESPONSAL EN EL INFIERNO: La penúltima misión

Agotado por tantas y tan fuertes tensiones – v. https://escritodesdelastripas.wordpress.com/2013/03/22/corresponsal-en-el-infierno-el-resplandor/  –  y en riesgo inminente de concurso de acreedores por los precios del transporte público, mi amigo Braulio decidió darse a la vida sana – amén de barata – y caminar un poco todos los días al ir y volver del trabajo.

 

Últimamente tomo bastante el aire y muevo el corazón sin necesidad de sufrir las taquicardias que suele provocar esa inteligencia tan bestial de nuestro edificio de Las Planchas: todos los días voy y vuelvo desde la estación de Cercanías de Fuenperal, lo que me supone en los dos trayectos unos 40′ de marcha rápida entre abortos de prado  y montículos suburbanos hechos de escombros; es lo más cutre del mundo, pero al menos la atmósfera parece limpia, salvo que te veas atrapado en el “rebufo” de uno de esos viciosos que justo antes de entrar a trabajar o nada más salir necesitan meterse en vena su dosis de nicotina y tiran despiadadamente de cualquier tagarnina apestosa. Por el camino va y viene mucha gente, así que llegué a convencerme de que no era peligroso, ni siquiera a la ida, con tal de que uno hubiera tenido la precaución de guardar las sobras de la cena para echárselas a las manadas de lobos que rondan esos caminos al despuntar el alba; de hecho algunos ya meneaban el rabo al verme y casi me comían en la mano.

Preocupado por las alimañas, no había contado yo con la ferocidad de los agentes del Seprona y así, el otro día, mientras estaba yo rodeado de lobitos como cada mañana, no reparé en dos arbustos que se acercaban poco a poco hacia mí. Si hubiera sido más observador habría notado algo chocante, no ya porque las plantas se movían, lo cual no llama para nada la atención en uno de esos suburbios industriales donde tantos y tantos restos orgánicos allí arrojados llegan, con el tiempo, a abandonar sus envases y a irse por su cuenta a correr mundo, sino porque ambas plantas desentonaban por completo en un sitio donde cualquier matojo que levanta más de un par de palmos del suelo parece un árbol de Navidad decorado por Torrente. En efecto, a diferencia de los demás, los dos arbustos semovientes, en lugar de tener sus ramas adornadas por cáscaras de plátano, mondas de naranja, vasos de yogur del revés y preservativos usados en avanzado estado de descomposición, estaban perfectamente limpios. Cuando me tuvieron al alcance de una carrera, los arbustos se convirtieron en sendos agentes del Seprona con el ramaje sujeto a la espalda que se abalanzaron sobre mí, me incautaron – vulgo: me arrancaron de un zarpazo – la bolsa con los restos de la cena que aún no habían sido devorados por los simpáticos cánidos y, a la vista de los trozos de filete que aquélla contenía, preocupados porque los aditivos de la carne pudieran dañar a las tiernas bestezuelas, me cascaron una multa que más me valía haber acudido como accionista único a la privatización del Seprona, y no sigo por no dar ideas…

Una vez sentado en mi mesa del frenopático, vamos, del edificio inteligente, y recuperado un poco del sobresalto, me dije a mí mismo: – Braulio, no puedes seguir así. Cuando no son los sustos que te dan el Gran Maestre de Campo Corporativo y su camarilla, digo su séquito, son los francotiradores que acechan en las zonas de acceso restringido y cuando no, la tortura de la luz cenital o la angustia de las demandas por plagio al diseño del Guggenheim, y ahora elegir entre el acecho de los lobos o el del Seprona -, así es que decidí cambiar de trabajo.

La verdad es que las cosas están muy mal, pero siempre hay oferta para el que busca con ganas. En menos de una semana vi, entre otras, las siguientes:

–      Esclavo de un tío que tiene unos arrozales en Levante

–      Limpiador del culo de Kim ll- sung

–      Logopeda de Mariano Rajoy

y un largo etcétera que haría las delicias de cualquiera con ambición y con ganas de labrarse un porvenir, pero que prefiero omitir para no perder el hilo de los hechos relevantes de esta crónica.

Pues bien, tuve mucha suerte, porque quedé finalista en dos procesos de selección que prometían empleos más seguros y gratificantes que el mío actual: uno era desactivando explosivos en la Franja de Gaza y el otro haciendo sombras chinescas con los pies en una taberna en los muelles de Puerto Príncipe. O sea, que hasta podía pensármelo y elegir. ¡Impresionante!, ¿no? Y es que el que vale, vale. Pero basta ya, que nunca me ha gustado “restregar” mis logros a los demás.

El caso es que, con dos ofertas en firme encima de la mesa, mientras me pensaba qué camino tomar decidí dar el preaviso en mi trabajo, porque les iba a costar mucho a los pobres encontrar a alguien que se acercara siquiera a mi valía.

La reacción de mis verdaderos amigos fue de alegría y sana envidia.

–      ¡Quién estuviera en tu situación! – comentó uno de ellos durante nuestro tradicional desayuno de los viernes en el vending, tan absorto en sus ensoñaciones que casi se le achicharran las pancetas que tenía puestas en papel de plata sobre las brasas de unos trozos de madera que, por cierto, me resultaban muy familiares, aunque me quedé con las ganas de saber de dónde procedían.

–      ¡Hiiiiiiiiii! – grgrglugluglu, ¡slurp!, ¡ahhhhh! – yo también estaría encantado – ¡buurpp! – de poner pies en polvorosa – grglugluurrp – replicó otro entre sonoras libaciones de un porrón de Valdepeñas.

–      No, con ser bueno, lo mejor no está en largarse de esta checa – aclaró el de las chuletas -. Lo mejor son los quince días que pasas cuando ya sabes que te vas a ir y te la refanfinfla todo.

–      Yo probaría todas las cosas que no puedes hacer mientras estás trabajando en una situación normal – terció un último contertulio mientras se dirigía a abrir la ventana más próxima, antes de que el humo de unos calamares fritos sobre el fuego de un neumático en la mesa contigua lograra atenazar nuestras gargantas como la garra de un oso grizzlie.

Una especie de intuición anticipatoria me hizo depositar mi bocadillo de lentejas con chorizo encima de la mesa, tras haber limpiado ésta con la manga en un gesto mecánico, para centrarme en el cariz que iba tomando la conversación.

–      ¡Joder!, yo es que, si no pudiera hacerlo, pagaría dinero a cualquiera que probara mis ocurrencias por mí – remató el de la bota, con el ingenio obviamente avivado por la ingesta etílica.

¡Bingo! No se iluminó una bombilla, fue una caja registradora lo que sonó en mi cabeza tras escuchar aquella genial sugerencia.

Las dos semanas siguientes me vieron salir del edificio inteligente haciendo rappel por la fachada; disparar los sprincklers del sistema anti-incendios arrimándoles una tea humeante encaramado en una mesa de delineación; ponerme un casco de motorista y hacer carreras de Fórmula 1 por los largos pasillos, montado dentro de un carrito de reparto de paquetería; presentarme a trabajar, llegado directamente de Cornejo, vestido con traje de luces y manoletinas, haciendo pases de muleta con mis ofertas firmes de empleo; darme de alta en una página web de novedades de telefonía móvil bajo el nombre de “D. Porco Jones”, clickar en la opción “Contactarme de cada vez que haya una oferta” e introducir el número de móvil de mi jefe; hacerme el encontradizo con el Gran Maestre de Campo Corporativo y decirle encogido, frotándome las manos con un tono de obsequiosa humildad: – ¿Ya ha visto Vuecencia a D. Arturo? – y cuando él, mirándome de soslayo con displicencia respondió secamente: – ¿Qué Arturo? -, apuntillar: – ¡El que te la hincó contra un muro! -…

Como dice el refrán: “Da a otro un pez y lo alimentas por un día; ensáñalo a pescar y lo alimentas para toda la vida”. No se trata ya de la ingente cantidad de dinero que gané haciendo realidad las fantasías más intensas que mis compañeros podían albergar sin pensar en bajarse los pantalones, no, lo más valioso que saqué de aquellas dos últimas semanas en el edificio inteligente de Las Planchas fue la semilla germinal de la empresa más innovadora desde el viaje de Colón: bastaba colocarse en cualquier trabajo, no importa de qué tipo ni tampoco las condiciones; da igual que hubiera que aceptar un puesto de becario senior de primer quinquenio, participar en una subasta a la baja entre demandantes de empleo o que te exigieran pagar por trabajar. Nada más firmar el contrato dabas preaviso de terminación y te pasabas los quince días siguientes poniendo en práctica la creatividad súbitamente desencadenada de los demás empleados y ex-empleados, todo ello por un módico precio. Había nacido la primera empresa del sector de consultoría y gestión de ideas pasadas de rosca, y yo era su capitán.

Aquí se interrumpe esta crónica de mi amigo Braulio. Braulio ha inventado una actividad sin parangón, merecedora de que Chesterton levantara la cabeza y añadiera un apéndice a “El club de los negocios raros”. Además, ha dado la razón a los que piensan que España es ahora mismo una cantera de emprendedores: en efecto, ha emprendido la huida como alma que lleva el diablo y, con parte del dinero ganado en su nueva profesión, se ha comprado un califato en Arabia, desde donde está pilotando la expansión mundial de su negocio. Hace poco recibí una escueta postal suya anunciando que vendría a visitarme por Nochebuena, ya que, según dice, por allí las Navidades no tienen mucho ambiente.

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Dedicado a la cuadrilla del Troglo, a la del Javi, a Vito y a María, que hicieron que los meses que pasé en ese edificio tan inteligente merezcan ser recordados con cariño.

CORRESPONSAL EN EL INFIERNO: «El Resplandor»

Mi amigo Braulio se venía quejando de molestias en los ojos por sus condiciones de trabajo. He aquí su crónica de lo sucedido y de cómo lo resolvió felizmente, sin más que usar un poco de sentido común:

 

Creo que hoy en día soy de los pocos que pueden presumir de que la tecnología en su puesto de trabajo es deslumbrante. En efecto, con tanto reflejo, de cada vez que miro al teclado del ordenador es como si me dieran un puñetazo en cada ojo. Comentado el tema con el responsable del edificio inteligente (me refiero al edificio, claro), me dijo que era imposible que la luz me hiciera daño, ya que su situación e intensidad habían sido minuciosamente calculadas para ajustarse a la norma. Aun a riesgo de que pensara que tal vez era yo el que se salía de la norma, insistí y me respondió, de mala gana, que enviaría a un técnico a medir.

Dicho y hecho: envió a un técnico a medir, pero sin decirle el qué. Así es que cuando aquél se presentó y le expliqué mi problema, me indicó que no podría serme de mucha ayuda, porque aún no tenía fotómetro, ya que el Departamento de Gangas y Regateos estaba preparando un concurso público internacional para adquirir uno al precio más ventajoso posible. Eso sí, muy voluntarioso él, sacó de su maletín una palmatoria, pero cuando se disponía a encenderla con un chisquero mi mirada atónita debió de detenerlo y, con una sonrisa bienintencionada, me explicó: “lo que me han dicho que haga entretanto es medir la luz a ojo comparándola con la luminosidad de una vela…”. Ante mi muda respuesta, volvió a guardar la palmatoria y se ofreció, ya que estaba, a medir la humedad ambiental, pero rechacé cortésmente su ofrecimiento, entre otras cosas porque, al parecer, en el piso de arriba alguien se había dedicado a utilizar las notas de régimen interior como papel higiénico y la consiguiente rotura del saneamiento tenía convertida nuestra planta en una sucursal del Titanic, así es que la medición de humedad no habría sido muy significativa.

Cada vez más exasperado, me volví a dirigir al responsable del edificio, que seguía tan inteligente como siempre (el edificio), y por fin me ofreció una solución: para no vulnerar la norma en lo relativo a la adquisición del fotómetro, contrataría la medición de luz con el Instituto de Astrofísica de Canarias, donde tenía un compañero de carrera trabajando a través de una subcontrata. Al ver mi cara de sorpresa debió de sentirse en la necesidad de aclarar que se trataba de su compañero de equipo en la carrera de cucarachas que les dio el título de campeones del barrio en su juventud. Completó la aclaración informándome de que en la actualidad su amigo trabajaba despiezando vacas para la empresa que hacía el catering del susodicho centro de investigación canario.

Al día siguiente se presentó un astrofísico y, con cara de fastidiosa rutina, instaló sus instrumentos encima de mi mesa, junto al teclado del ordenador. Aquéllos detectaron un objeto alargado, situado a una distancia de aproximadamente 8x  años luz de la Tierra, que emitía una radiación electromagnética de una intensidad de unos 600 Lux en el espectro visible, cuyo análisis espectroscópico reveló una composición donde predominaba el gas argón, con algo de mercurio y trazas de zinc, níquel, cadmio, plomo y manganeso. “¿Puede haber vida inteligente en sus inmediaciones?”, preguntó con cierto asombro reverencial el encargado del edificio. “No lo creo”, respondió con un deje de tristeza el astrofísico, tendiéndole su informe y la correspondiente factura de 200.000€ de vellón mientras se alejaba, con la mirada ya puesta en la salida. El objeto en cuestión era el fluorescente situado a unos 2 metros sobre mi cabeza. El encargado del edificio inteligente dijo que estudiaría el informe antes de decidir, pero no creo que aún lo haya asimilado, sobre todo si sigue intentando leerlo del revés.

Viendo que por este camino no había nada que rascar, decidí hacer la guerra por mi cuenta: si introducía el teclado en una carpeta de archivo, a modo de perrito caliente, la solapa que quedara libre colgaría por encima de aquél y me serviría de toldo. Dos carpetas viejas, utilizadas de ese modo y colocadas perpendicularmente entre sí, resolverían mi problema visual: una me protegería de la luz “cenital” (vulgo, la que llega por el cogote) y la otra me apantallaría la luz “ventanal”. Esto me hace pensar en cuán injustamente divididas están las opiniones acerca de mí: mientras que yo estoy seguro de ser un genio, el resto de la humanidad piensa que soy un colgao. En fin, nadie es profeta en su tierra; el tiempo pondrá a cada uno en su sitio…

Entusiasmado con mi grandiosa idea, no había contado yo con el celo vigilante del responsable del Departamento de Prevención del Cotilleo de Datos de Cada Cual: “¿¡¡Estás loco!!? ¿Cómo se te ocurre exponer así unas carpetas que contienen datos personales?” La verdad es que en eso nunca vi un problema, ya que, siguiendo instrucciones del Departamento de Fantasmagoría y  Cuentitis Corporativa, siempre asignamos nombres en clave a los expedientes de las materias más delicadas. Por ejemplo, al de la fórmula secreta del ladrillo recocho lo llamamos “Pelotazo Superhorneado”; al expediente de know-how sobre la fabricación del chorizo de orza, “Concejal Grasiento”, y así con todos. Pues bien, yo, como siempre, yendo más allá del cumplimiento del deber, no sólo oculto de cualquier ojo indiscreto el objeto de los expedientes, sino incluso la identidad del jefazo que los ha encargado, dando a éstos pseudónimos tales como, a título de meramente ejemplificativo, “Darth Vader”, “Dr. Octopus” o “Hannibal Lecter”. Pero ni por esas; “dura lex, sed lex”.

Tras el anterior tropiezo resolví dejar de lado mi vena ecologista y utilizar carpetas nuevas para mi invento, y ahí sí que me topé de narices con la “Iglesia”. En un tono de voz que podría haber servido de reclamo para rottweilers, el Director del Departamento de Control de Dispendios y demás Desmadres me espetó: “¿¡¡ Tú te crees que nos gastamos un pastón en carpetas para que el personal se dedique a convertirlas en carpas de circo!!? Y mirando por uno de los ventanales a un Jaguar estacionado junto al edificio añadió: “¡Tienes suerte de que me esté esperando mi chófer para llevarme una comida, que si no te iba a caer la del pulpo!” y, ya entre dientes, echando mano del Ipad, continuó para sí: “Por cierto, que no se me pase decirle al becario de mi secretaria que llame al restaurante para cambiar esa horterada del pulpo a feira por verdinas con bogavante…” y se alejó ladrando con el aparatejo en el oído.

Quien crea que me rendí no me conoce: ya rebosando inquina contra cualquier estimulo luminoso que pudiera, como decía Bécquer, “clavarse en mi pupila”, me dirigí a mi amigo Wifredo, orgulloso propietario de un taller de chapa que cada vez frecuento más, porque con estos sueldos el coche es que se me cae a pedazos…: “¡Sin problema, hombre! ¡Con la de restos que tengo…!”, me respondió éste, tan jocundo como siempre, mientras agarraba el soldador. “¡Pues vamos allá!”, lo arengué en una llamarada de ardor guerrero: “una base de chapa para apoyar el teclado, un buen trozo que caiga por encima de él para protegerlo de la luz del fluorescente… Otro por este lado para quitarme la que me entra por la ventana… Una especie de solapa aquí para cubrir la zona donde me molesta la lámpara de la compañera de enfrente… Un saliente sujeto a esa solapa para evitarme el brillo de las gafas del compañero de al lado… Un alerón por otro sitio para que deje de fastidiarme el reflejo del diente de oro de aquél…”

Al día siguiente, nada más llegar al trabajo, coloqué el mamotreto encima de la mesa y situé convenientemente el teclado en el mismo. La verdad es que no causó sorpresa, porque en este sitio yo creo que ya nadie vuelve la cara aunque te vean llegar con el pelo al cero y vestido con una túnica de color azafrán, y a partir de entonces dejó de incordiarme el más mínimo reflejo.

Todo fue bien hasta que el Maestre de Campo Corporativo – v. https://escritodesdelastripas.wordpress.com/2013/02/14/corresponsal-en-el-infierno-una-reunion-de-empresa/  – me citó a su presencia: “Hemos recibido una carta de los abogados de Frank O. Gehry”. “¿Y ése quién coño es?”, pregunté, completamente despistado. “El diseñador del Guggenhaim”, sentenció él, lanzándome una mirada como una jabalina. Por abreviar: resulta que algún espabilao había hecho una foto de mi inventazo y la había colgado en Internet y el susodicho arquitecto se había pillado un mosqueo de la leche con la empresa por haberle copiado el Guggenheim para sus diseños de mobiliario de oficina…

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Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma irá a la montaña. En vista de la incomprensión generalizada hacia mis inventos, opté por una buena protección individual contra el brillo, nuevamente de la mano de mi amigo Wifredo: ahora trabajo todo el tiempo con una máscara de soldadura puesta. Es sencillo y práctico. Además, no sólo no me tocan más las narices los reflejos, sino que, el día que haya un eclipse de sol, podré subir a verlo a la terraza como si tal cosa. Eso sí, siempre con permiso de la horda de vigilantes y francotiradores que custodian las zonas de acceso restringido de este edificio tan inteligente.

 

Foto: Wikipedia

CORRESPONSAL EN EL INFIERNO: Una reunión de empresa

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Mi amigo Braulio – v. https://escritodesdelastripas.wordpress.com/2013/01/18/corresponsal-en-el-infierno-im-back/ – anda estos días un tanto estresado por la carga de trabajo, al parecer a raíz de una reunión de Departamento que hubo en su empresa. A continuación reproduzco su crónica de lo sucedido:

El otro día el Gran Maestre de Campo Corporativo nos convocó a una reunión a todo el  Departamento de Desubicación Parietal. Como los dos becarios senior estaban de baja, uno con artritis reumática y el otro con arterioesclerosis, por el Departamento sólo asistimos el Jerifalte Mayor, el becario junior de primer quinquenio, el becario junior de segundo quinquenio y mi menda. Al Gran Maestre de Campo lo acompañaban el Comendador Supremo, el Archipámpano de Asuntos Ignífugos, el Comisario de Botes Constantes y el Guardián Máximo del Sello Corporativo – que no se llamaba “Máximo”, sino “Emeterio” -. Iban a venir también el Vice-Maestre y el Vice-Comendador, acompañados de los respectivos Jefes de Gabinete de sus jefes, pero finalmente todos ellos excusaron su presencia por problemas de agenda, ya que los primeros estaban participando en unas jornadas de análisis de inversiones en Las Vegas y los segundos en un curso de optimización de costes en la Riviera Maya; habrá que esperar a otro día para recibir la aportación que pensaban hacer al encuentro.

La reunión estaba “agendada” en la Sala 3,57 bis y nada más llegar allí empezaron los problemas, porque la misma estaba ocupada por unos cuantos tipos bastante disonantes con la etiqueta de la empresa: todos iban vestidos de sport, algunos llevaban barba o pelo más largo de lo que mandan los cánones, o ambas cosas a la vez, varios usaban gafitas de aro, de esas que llevaban antes los intelectuales, y muchos de ellos hablaban con acento argentino. Pero lo más chocante eran las imágenes que estaban proyectando, dignas de una de esas salas X de la Calle de la Montera, donde sólo con sentarte en la butaca ya has pillado el sida, la sífilis, el tifus exantemático y cuatro cosas más. Tras el estupor inicial vino un auténtico diálogo de besugos con los inesperados ocupas, luego unos cuantos palos de ciego cada vez más cargados de mala leche y, finalmente, por pura estadística, el seísmo acabó alcanzando a quien tenía algo que ver con él y todo se aclaró: resulta que, siguiendo las últimas tendencias empresariales, para optimizar costes la reserva de las salas estaba externalizada a una empresa situada en Filipinas, de esas que operan las 24h. del día para dar servicio a todo el orbe en todo momento. El caso es que uno de sus operarios, quizás por su deficiente español, a la hora de reservar nuestra sala confundió “reunión del Departamento de Desubicación Parietal” con “reunión sobre apareamiento y perversión bestial”, y como resultado se presentó en la sala un grupo de sexólogos y de psicoanalistas que, al llegar nosotros, ya se encontraban departiendo animadamente acerca de los usos más estrambóticos que se pueda imaginar de las partes bajas del ser humano. De hecho parece que les habían dado cuerda, porque cuando el Gran Maestre los invitó a marcharse de inmediato, desfilaron hacia la puerta comentando que semejante afán evacuatorio se debía, sin duda, a algún trauma sufrido por nuestro jefazo durante la fase anal. Pero esto no es nada, a partir de ahí comenzaron los verdaderos problemas, y lo que se presumía un encuentro razonablemente civilizado acabó con más bajas que la batalla del Alamein y el bombardeo de Dresde juntos.

En efecto, al fondo de la sala estaba dispuesto un estrado para varios oradores y, tan pronto el Gran Maestre y el Comendador pusieron el pie sobre el mismo, el Comisario de Botes Constantes y el Jerifalte Mayor del Departamento, con tal de pillar sitio junto a ellos, se arrojaron sobre el estrado con tal vehemencia que calcularon mal, chocaron el uno contra el otro y acabaron midiendo el suelo con las costillas tan violentamente que tuvieron que ser remolcados hasta el consultorio médico del edificio, uno con el epigastrio incrustado en la laringe y el otro con desprendimiento de sobaco. La parte positiva es que, ya puestos, aprovecharon para que el Comisario inaugurara el consultorio, recién instalado, lo que llevó a cabo cortando solemnemente una venda desde su camilla.

Tras este infortunado accidente nos dispusimos a empezar por fin la reunión, eso sí, todos ya con los nervios bastante a flor de piel. El becario junior de primer quinquenio se situó en primera fila para estar seguro de hacerse ver por los mandamases, ya que tenía una gran progresión en la compañía, hasta el punto de que se rumoreaba que de aquí a diez años iban a hacerlo becario senior. Fue una imprudencia porque, al sentarse, el Gran Maestre empujó la mesa con la barriga y ésta se salió del estrado y cayó sobre las rodillas del becario, que también tuvo que ser conducido al consultorio donde, dada la elevada siniestralidad que se estaba produciendo en tan poco tiempo, la falta de personal facultativo obligó a externalizar también el servicio sanitario llamado a un curandero que vivía en un poblado chabolista cercano. Es lo bueno que tiene trabajar en el extrarradio.

Una vez repuesta en su sitio la mesa de los ponentes, que fue depositada a caballo entre el estrado y unos bloques de papel de fotocopiadora colocados delante de éste a modo de pilotes, el Gran Maestre de Campo Corporativo pudo ocupar su asiento con seguridad y dirigirse a nosotros. Señaló la situación delicada de la compañía, en estos momentos de crisis galopante, e hizo hincapié en que todos viajamos en el mismo barco (aunque, salvo error mío, en ningún momento dijo cuántos botes salvavidas había ni quiénes iban a usarlos primero si llegaba el caso). Auguró incontables sacrificios para todos en pro de la sostenibilidad del negocio, y pensamos que eso debía de ser verdad, porque tanto al Comendador Supremo como al Guardián Máximo del Sello Corporativo – Emeterio para los amigos, si es que tenía alguno – se los veía agitarse nerviosos, como preparándose para la lucha y la renuncia. Luego, en la charleta informal que siguió a la reunión, se aclaró que el Comendador estaba dando botes en el asiento de las ganas que tenía de salir a fumarse un Cohíba que le habían regalado en la comida de trabajo, y que al Guardián Máximo no le llegaba la camisa al cuerpo de inquietud, no fuera que algún patán le rayara el Aston Martin nuevecito que tenía aparcado en la plaza de visitas del parking.

El Gran Maestre prosiguió su intervención hablándonos de la cantidad de personal que sobraba en la empresa, mientras tanto él como la parte de su séquito que aún seguía operativa, esto es, el Comendador Supremo, el Archipámpano de Asuntos Ignífugos y el Guardián Máximo del Sello Corporativo, nos miraban severamente al becario junior que quedaba en pie y a mí. Nuestro jefazo culminó su discurso afirmando que de las desgracias individuales nace el bien común, con lo cual cuanto más proliferan las desgracias individuales, más se extiende el bien por la comunidad. He de decir que antes yo ya veía al Gran Maestre como un brillante ejecutivo, pero estas últimas palabras suyas me hicieron considerarlo, además, como un gran filósofo y un agudo intelectual, y empecé a sentir que era cierto que tanto el becario como yo estábamos exhibiendo una cierta desfachatez por atrevernos a existir.

Mientras nuestro ilustre orador se dirigía a nosotros, el becario empezó a palidecer y a susurrarme, con ojos de búho, que el Archipámpano de Asuntos Ignífugos lo estaba mirando de mala manera y que todo aquel discurso seguro que iba por él. De nada sirvió que yo tratara de tranquilizarlo señalándole que el Archipámpano no es que lo mirara mal, sino que padecía estrabismo: nada más terminar la reunión el becario se dirigió apresuradamente hacia el mandamás y, para congraciarse con él, lo saludó con una profunda reverencia. Pero cuando la bóveda craneal del infortunado se encontraba en el punto más bajo de su trayectoria, todos pudimos oír un chasquido siniestro a la altura de sus vértebras lumbares. Al pobre no hubo que trasladarlo al consultorio como a los otros, pero sí escoltarlo hasta allí para evitar males mayores, ya que, aunque podía andar, lo hacía con la cabeza entre las piernas, mirando hacia atrás. Y es que el hábito no hace al monje, y por muy junior que uno sea, 67 años ya no son como para darse a los malabarismos.

Total que, como por arte de magia, bastaron unas palabras del Gran Maestre sobre el exceso de personal para que me quedara yo solo a sacar todo el curro del Departamento de Desubicación Parietal por una buena temporada; eso sí, con tantas bajas parece que de momento se han olvidado del tema de la reestructuración.

Pero, ¿por qué digo que estoy solo, si cuento con el apoyo del Gran Maestre de Campo Corporativo, del Comendador Supremo, del Archipámpano de Asuntos Ignífugos, del Guardián Máximo del Sello Corporativo y de sus respectivos “Vices” y Jefes de Gabinete, cuando éstos regresen de sus viajes de formación? Siempre se ha dicho que todos ellos son el motor de la empresa.

Imagen: irreverens.blogspot.com

CORRESPONSAL EN EL INFIERNO (I’m back!)

El otro día mi amigo Braulio (v. https://escritodesdelastripas.wordpress.com/2011/11/18/color-local/

y https://escritodesdelastripas.wordpress.com/2012/12/24/corresponsal-en-el-infierno-una-oficina-inteligente/ ) me envió otra de sus crónicas sobre su nueva oficina, que a continuación reproduzco:

¿Quién no recuerda esos grandes exponentes del cine carcelario como “Fuga de Alcatraz”, “Brubaker” o la más añeja “Papillon”? Pues bien, ya hace algún tiempo que en nuestro edificio inteligente del barrio de Las Planchas se viene desarrollando una actividad que bien hubiera merecido unos cuantos metros en cualquiera de esas cintas: en vez de paseo por el patio del penal en rueda de presos aquí, para fomentar el desarrollo físico y frenar, en lo posible, el deterioro psíquico, lo que hacemos es subir y bajar las escaleras desde el Hall a la Sexta, al menos un par de veces al día. De verdad que las gruesas “lamas” en los tragaluces de los descansillos, las zonas de acceso restringido en cuanto intentas abandonar cualquier pasillo y las cámaras de vigilancia que se atisban a través de las ventanas, encaramadas como halcones a distintos puntos de la fachada, a veces llevan a uno a dudar de si, sin saber cómo, se ha visto envuelto en un rodaje. Tal vez en cualquier instante la orden de “¡¡¡ corten !!!” nos haga dar un respingo como un trueno. Bueno, mejor que no, no vaya a ser que a continuación salga rodando la cabeza de alguien.

Mas debo corregir lo dicho en un punto fundamental: esa cotidiana dosis de ejercicio no constituye una simple “actividad”, sino que se trata de un verdadero RITO que cumple una auténtica función integradora. En efecto, la subida por las escaleras es más que un paseo, es un “iter vital” donde, cual Camino de Santiago, vamos encontrando signos permanentes a través del tiempo que nos transmiten una confortable sensación de continuidad en el cambio y que nos ayudan a integrarnos en este pequeño universo existencial que es nuestra sede de Las Planchas: así la bola de papel de plata, rodeada de astillas de madera, en la esquina del rellano de la Segunda – ¿un altar a dedicado a alguna deidad de los bosques o de la minería -; esa mancha de café en el último vuelo de las escaleras que van a la Tercera – ¿una ofrenda del estimulante líquido a cualquier espíritu antillano? -; o ese culo de botella de plástico lleno de un líquido de color oscuro y significación aún más impenetrable que parece saludar el éxito de  nuestra ascensión al llegar a la Sexta.

Eso sí, todo es mejorable: como un remedo de esas inolvidables películas que transcurren entre rejas, deberíamos hacer la subida y la bajada en fila, con las manos apoyadas en los hombros de nuestro predecesor. Este añadido al rito sin duda favorecería el sentimiento de unidad, de humanidad compartida frente a un oscuro – o, al menos, asaz gris – destino común.

Y hablando de contacto humano, se me ocurre que también deberíamos agregar a esta práctica una fórmula iniciática para los recién llegados al complejo de Las Planchas: tal y como cuentan que antaño se hacía con los novatos en la Academia Militar de Zaragoza, podríamos ponerlos a recorrer el “iter vital” tal y como vinieron al mundo de cintura para abajo, agarrando cada uno a su predecesor por las partes pudendas  – no vale la corbata – y cantando al ritmo de la marcha “plátano Baloo”. Cierto que puede sonar a bromazo cuartelero de sal gorda, pero cualquiera mínimamente avezado en las disciplinas sociológicas al punto se dará cuenta de que realmente se trata de un verdadero ritual de integración en el clan. Es cierto que las mujeres quedan excluidas, pero puedo asegurar que no se trata de una cuestión de rancia caballerosidad sexista, sino de un tema meramente anatómico. Ya pensaré algo…

Y como no hay reportaje que se precie sin un buen documento gráfico, allá va:

elefantes

Foto: http://cienciasstecnologia.blogspot.com.es/2012/02/animales-animados-el-libro-de-la-selva.html

CORRESPONSAL EN EL INFIERNO (Una oficina inteligente)

Mi amigo Braulio ha sido uno de los primeros de su empresa en trasladarse a un edificio inteligente en el madrileño barrio de Las Planchas. Estas son las crónicas que, de sus primeros días allí, ha ido enviando a sus compañeros aún pendientes de incorporarse a las nuevas oficinas y ansiosos de saber con qué se iban a encontrar:

DÍA 1

Todo muy bonito, jodidamente americano, a excepción de ciertos detalles, como el sueldo, los incentivos, el plan de carrera y cosas así. Pero por lo demás muy bien.

DÍA 2

La circunnavegación de Magallanes fue cosa de maricones comparada con el periplo que me he marcado para venir hoy a trabajar, pero eso sí, he llegado a tiempo y además he hecho gasto al Consorcio Regional de Transportes – ¡que se jodan! -. Hacia las 8 a.m. se veía algún sitio para aparcar en las proximidades de Auschwitz, así que por esa parte no parece haber mucho problema para el que quiera venir en coche y castigar así su ya magro salario.

Aquí, como sabéis, de cada vez que vas a mear tienes que fichar para volver a tu puesto. Pues bien, empiezo a sospechar que, en pleno frenesí tecnológico que parece devorar a esta empresa, el chisme de fichar debe de estar conectado al Servicio Médico; si meas más de la cuenta te salta un mensaje en el PC diciéndote que vayas a revisarte la próstata y, si la tienes bien, entonces salta otro pop up que te indica que pinches sobre un icono que representa una bota de militar golpeando un culo; de esa forma descargas tu propia carta de despido.

Por otro lado lo que más me jode es que en medio de esta sala tienes menos privacidad que un stripper en noche de despedida de soltera. Lo llaman “open space”, pero no tiene nada que ver con “2001” ni con “La Guerra de las Galaxias”, sino que es un eufemismo para denominar a esas zonas de trabajo que están a mitad de camino entre un frenopático y un puto corral de gallinas.

En otro orden de cosas, hay sitios para comer, pero no dan más que mariconadas: que si tacos, que si sushi, que si no sé qué estilo japonés, y todo a precios de escalofrío – los menús rondan los 12 € -. En cuanto al restaurante “El Botswano”, la actitud generalizada del personal es que esa oferta de menú que han negociado con la empresa se la metan por algún sito que rime con su marca comercial.

DÍA 3

A mí es que esto de Las Planchas me enriquece mentalmente. Sí, de cada vez que abro los ojos lo primero que hago es cagarme en to lo que se menea pensando en hasta dónde tengo que ir, pero luego la cosa cambia, porque el viaje hasta aquí siempre me brinda algún motivo para identificarme con alguno de los grandes héroes de la Historia. Y si ayer fue Magallanes, hoy le ha tocado el turno al valiente explorador Roald Amundsen, el primero en alcanzar el punto de latitud cero de la Antártida y, además – que parece un detalle, pero ahí está lo que cuenta – volver con vida. En efecto, no sé si es que esto está muy al Norte o qué, pero puedo asegurar que al bajarte del tranvía ligero hace un frío que, como dijo Gustavo-Adolfo Bécquer, «se hielan hasta los pedos».

Ahora bien, todos los sacrificios los doy por bien empleados porque, tan sólo tres días después de comenzar mi misión, ya he descubierto UNA CONSPIRACIÓN. Veréis, para hacer juego con el entorno altamente tecnológico en que se desarrolla nuestro día a día, los ascensores cuentan con pequeñas pantallas que te ofrecen, además de publicidad, breves extractos de noticias de “el Economista”. ¿Y de qué habla “el Economista”? Pues de economía, joder, de economía, ¿de qué carajo va a hablar? ¿Se imagina alguien abrir “el Economista” y encontrárselo lleno de patrones de punto de cruz? ¡Pues no, coño, pues no! Bien, al grano, ¿y cuál es la reacción más probable de uno cuando, de buena mañana, le plantan delante de las narices la situación económica de «Españistán»? Pues bajarse del ascensor en la sexta planta y tirarse por la ventana. ¿Y eso cómo se llama en román paladín? ¡¡¡ PUES UN ERE ENCUBIERTO, HOMBRE, UN ERE ENCUBIERTO!!! Diabólico en su sencillez.

Ja, ja, estos desalmados pensaban que iban a poder llevar adelante sus siniestros propósitos, pero, claro, no contaban con que todavía existe entre nosotros una fuerza capaz de movilizar a la abotargada ciudadanía. No, no se trata de «la niña de Rajoy», es la prensa libre. Y precisamente, como adalid de la prensa libre, para explorar los misterios y desvelar las conspiraciones que proliferan en este recóndito rincón del globo, está aquí EL CORRESPONSAL EN EL INFIERNO.

Seguiremos informando.

DÍA 4

¿Cómo puede ser que tantos cientos de miles de trabajadores dediquen sus desplazamientos diarios al vaciado – metafórico – de sus intestinos sobre todo tipo de autoridades públicas y privadas? Sin duda porque no vienen a Las Planchas. Sí, amigos lectores, cada viaje a Las Planchas nos brinda una oportunidad única de recuperar ese espíritu romántico que muchos creíamos perdido para siempre.

¿Nunca os habéis preguntado cómo se sentían esos valientes marineros a vela que pasaban semanas y semanas inmóviles, atrapados en cualquier zona de calma chicha de los mares tropicales? Pues yo sí; lo digo porque esta mañana, después de haberme pegado un madrugón de la hostia para poder salir esta tarde a tiempo, mi tren se ha quedado parado más de un cuarto de hora entre Chamartín y Fuente de la Mora, en tierra de nadie. Vamos, lo de “en tierra de nadie” es una licencia poética; no tengo ni puta idea de lo que tenía alrededor porque aún no había amanecido y estaba todo más negro que los cojones de Antonio Machín.

Además, al igual que los exploradores de antaño, al alcanzar esta recóndita región al norte del planeta nos aguarda un mundo repleto de prodigios y maravillas. Contened la respiración, agarraos a lo que tengáis más cerca, amables lectores: ¿sabéis que aquí en Las Planchas, al igual que le ocurriera al Barón Munchausen al llegar en globo a la Luna, el transcurso del tiempo desafía a las leyes comunes de la Física? Pues sí, sin ir más lejos, encima de una fotocopiadora averiada hace exactamente cuatro días que llevo viendo una nota del técnico que pone: VUELVO EN 15 MINUTOS.

Seguiremos informando.

DÍA 6

Las Planchas es el epicentro de un seísmo tecnológico de dimensiones desconocidas hasta el momento presente. El teléfono que nos han instalado permite ajustar el timbre de la señal acústica y la tonalidad de la pantalla luminosa, grabar hasta doscientos números de teléfono en modo de “marcación rápida”, gestionar una agenda con un número incalculable de contactos y, de cuando en cuando, incluso hablar. Digo “de cuando en cuando” porque el teléfono funciona por  IP (el mío debe de funcionar por NPI, ya que no tengo Ni Puta Idea de lo que quiere decir eso), lo que supone, según nos explicó amablemente un técnico, que, al estar conectado al ordenador, de vez en cuando pasa no sé qué hostias con el bacap y el teléfono “se desloga”, expresión que procede del inglés “to dislog”, que debe significar “joderse”, pero en moderno. Menos mal que por fin nos han explicado cómo cojones hacer que ese ingenio diabólico volviera a funcionar, porque el espectáculo que ofrecía el personal era verdaderamente lamentable, rebuscando desesperadamente como “perroflautas” en los bidones de reciclaje a la caza de vasos de yogur y cordeles de envolver los bocadillos – recordad la consigna “la oferta de El Botswano que se la metan por el ….” – para fabricar aquellos simpáticos teléfonos de antaño que a veces se jodían al romperse la cuerda, pero que nunca se “deslogaban”.

Efectivamente, el frenesí tecnológico es tal que el otro día en el lavabo, tras colocar las manos debajo del dispensador de papel para secarse, mi jefe dijo: “¡Vaya hombre!, se ha estropeado el sensor y no sale el papel”, cuando sólo con mirarlo te das cuenta de que ese trasto no tiene dispensador, lo que tiene es un puto muelle de los de toda la vida, y en cuanto al papel, simplemente se había acabado.

Bien, y aquí viene la primicia, queridos lectores, fruto de mis contactos con fuentes que prefieren permanecer en el anonimato – en la sombra ya me han dicho que no, ¿eh?, porque estos días hace un frío de cojones -. El caso es que, con el mayor sigilo, están negociando una licencia informática para instalar un nuevo sistema que permitirá al personal recibir faxes a través del rollo de papel de váter. La cosa tiene más miga de la que parece: mientras en realidad al empleado ya no le dejan ni mear, éste lo percibe como la culminación de sus mejores sueños, ya que puede limpiarse el culo con todo el curro que le mandan. De una simplicidad letal, ¿no?

Seguiremos informando.

DÍA 8

¿Alguna vez os habéis fijado en los yuppies americanos comiéndose su lunch en el césped? Pues, chicos ¡esto es América! Para empezar, nosotros también tenemos un Presidente negro; quiero decir que nuestro Presidente es el “negro” que les hace el trabajo a banqueros, multinacionales y usureros de todos los rincones del planeta, y se lo hace a las mil maravillas y sin rechistar. Pero además, desde el punto de vista de la comida, América también ha llegado a Las Planchas. Sí, antes eso del bocadillo para almorzar era sólo cosa de albañiles, pero ahora que hemos vuelto nuestros ojos hacia la modernidad, ver a cualquier encorbatado que se trae la comida al curro se ha vuelto de lo más habitual. Eso sí, nada de mariconadas de comerse una ensaladita o un “pack lunch” “at twelve a.m.”, que la media mañana, como se le ha llamado de toda la puta vida, es para la cañita y la tapa. Nosotros siempre bien apegados a las más rancias tradiciones ibéricas.

Y así, haciendo gala de esa chispa mediterránea capaz de fusionar lo patrio y lo foráneo, entre dos y tres de la tarde Las Planchas se convierte en el remedo de un febril hormiguero: por los office y los vendings, a través de los pasillos y en los ascensores, el apresurado trasiego de todo tipo de empleados llevando sus tuppers nos llega a través de todos los sentidos. Digo “de todos los sentidos” porque los humeantes guisos, las grasientas frituras o las chorreantes sopas no sólo se ven, sino que también se pisan las manchas que van dejando – además de limpiarlas sin querer con camisas, chaquetas y abrigos – y se huelen sus poderosas emanaciones. Además, como los office parecen la sala de máquinas de un carguero y hay que llevarse la comida a los vendings una vez pasada por el microondas, no es infrecuente oír en el ascensor comentarios como “¡Hostia que me quemo!” o “¡Me cago en la puta, otra vez p’arriba! ¡Esta mierda está más fría que la presidenta de la CONCAPA en Cuaresma!”

Tales situaciones de vez en cuando hacen levantar la nariz y torcer el gesto, como si estuviera oliendo una cagada de perro, a más de un gerifalte, que acaba de tomar conciencia de que la chusma también come. Total que yo, que siempre me he confesado gran admirador de Ghandi, he pensado que, si queremos que nos instalen aquí un comedor de empresa, nada de violencia, nada de protestas, ni tan siquiera una queja. No, lo mejor es sonreír, decir que estamos muy contentos Y APROVECHAR LA HORA DE LA COMIDA PARA LLENARLO TODO DE MIERDA. Esta técnica, tan revolucionaria en todos los sentidos, va a marcar un antes y un después en la lucha obrera: ya nunca más se escuchará el anticuado grito “¡Todos a las barricadas!”; de ahora en adelante los oídos de los poderosos retumbarán con un terrorífico “¡TODOS A LA MIERDA!”

Por cierto, tirando del hilo se llega siempre al ovillo. Todo esto me ha servido para entender dos cosas: por qué los gerifaltes pensaban hasta ahora que los demás no comíamos y por qué han prohibido a todo el mundo traerse aquí sus plantas de interior. Y la razón de ambas es la misma: los despachos con paredes transparentes de los jefes, donde éstos son exhibidos a lo largo de la jornada, recuerdan poderosamente a la recreación de la jungla donde el Zoo de Madrid nos permite conocer a diversas especies de simios a través de inmensas vitrinas. Querido lector, ¿tienes edad suficiente para recordar la antigua “Casa de Fieras” del Retiro? ¡Qué accesibles resultaban entonces las bestezuelas que moraban en aquel recinto! Sin duda los jefes no tienen hambre porque mucha gente, siguiendo un reflejo adquirido cuando, de niños, visitaban la Casa de Fieras, LES TIRA CACAHUETES AL PASAR. Por otra parte si en ese “hábitat” que ahora ocupan les hubieran dejado traer las gigantescas plantas que algunos mandamases tenían antes en los despachos, sin duda la llamada de sus tendencias atávicas hubiera sido demasiado fuerte y habrían acabado trepando por sus ramas. Queridos lectores, ¿verdad que no hay como la prensa libre para desentrañar no importa qué oscuros misterios?

Seguiremos informando.

Día ni se sabe ya

Amados lectores, lamento mucho haber tardado tanto en escribir desde mi última crónica, pero ha sido un caso de fuerza mayor: hasta hoy no se me han desentumecido los dedos de frío.

Me explico, harto de llegar a casa a las tantas después de mi diario peregrinaje por los submundos del Consorcio Regional de Transportes, di un puñetazo en la mesa, arrojé el abono al baúl de los recuerdos y decidí venir en coche ¡como un señor! Creo que sobreestimé mis fuerzas: no contaba yo con que aprobé el permiso de conducir con enchufe y la asignatura de Economía con chuletas – el carnet de periodista, ni os cuento, eso será objeto de otra crónica -. Total que, por no controlar ni mis cuentas ni el depósito, un buen día, al tratar de regresar a casa, descubrí con horror que no tenía gasolina ni dinero para echarla hasta principios de mes, por lo que desde entonces vivo en el coche, ceno los sándwiches que me fían en el Ahorra Más de la esquina y me afeito con un cutter, usando como gel el bote de “Tres en Uno” que me han prestado los de mantenimiento.

Como venir al trabajo con hipotermia tras pasar la noche aparcado en la calle, no sin antes haber sido confundido con un mendigo okupa y detenido por las fuerzas del orden, se estaba convirtiendo en una fastidiosa rutina diaria, decidí hablar con alguien de RRHH, dispuesto a ejercer mi derecho inalienable a conciliar mi existencia familiar con mi supervivencia laboral. El menda en cuestión me atendió de forma muy profesional, intercalando mi nombre 6 ó 7 veces en cada frase – se ve que había aprobado con nota el curso de empatía para depredadores – y me dijo que no me preocupara, que a partir de ahora cada
noche mi familia y yo volveríamos a charlar durante la cena, que el tema del frío se iba a solucionar y que, además, iba a tener un despacho, eso sí, compartido. Yo salí la mar de contento, no sólo volvería a ver a mi familia y a sentir los dedos, sino que además saldría del maldito “open space”; ¡qué alivio! Y efectivamente, el muy cabrón cumplió lo prometido: me dio una tarjeta de teléfono para que hablara desde una cabina mientras me comía los sándwiches de cada noche e instaló mi puesto de trabajo en el office que, con las neveras funcionando todo el día y los microondas a ratos, parece una sucursal de las Termas de Caracalla. Menos mal que estamos hablando de una empresa con conciencia y las neveras son ecológicas A+.

En fin, el caso es que, desde dentro del office, mi acceso a la información se limita básicamente a la hora de la comida y se centra sobre todo en las preferencias culinarias y problemas de peso del personal, así como al precio de la cesta de la compra, que está por las nubes; tengo la impresión de haber pasado, de ser prácticamente un corresponsal de guerra, a ingresar en el Departamento de Comunicación del INE. Pero no os preocupéis, todos sabemos que un verdadero corresponsal NUNCA SE RINDE, así que, cuando me entere de algo interesante

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Una frase:

"El tiempo es lo que impide que todo suceda de golpe."

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