A veces ve uno gente por la calle en modo multitarea: corren empujando el carrito del bebé mientras escuchan música y, además, van arrastrando a su perro para que éste se tenga por paseado. En verano, el pobre animal suele correr exhibiendo una lengua que parece una loncha de jamón de York mientras su boca chorrea saliva como un congelador desenchufado.
Entonces uno se plantea si no estaremos dando a nuestro “mejor amigo” el mismo trato que Aristóteles justificaba hacia las mujeres, los esclavos y los trabajadores manuales, al entender que éstos, incapaces de elegir por sí mismos, debían ser sometidos a la voluntad de los “hombres libres”. ¿Algún día nos revolveremos en la tumba ante el juicio de los que vengan detrás sobre comportamientos nuestros que hoy encontramos incluso simpáticos? ¿Hasta qué punto deberíamos considerar a muchas otras criaturas, ya que no nuestros semejantes, sí al menos nuestro “prójimo”, es decir, aquellos que están “próximos” a nosotros?
A primera vista la diferencia entre el hombre y el resto de los seres es notable: ningún animal tiene la capacidad de “hacerse a sí mismo” que tiene una persona. ¿La prueba? Que los animales no tienen Historia y nosotros sí (más o menos vergonzosa en muchos momentos, desde luego, pero eso es harina de otro costal). Lo anterior apunta, probablemente, a un nivel de conciencia más limitado en el simpático “Ron” o en el nervioso “Ares” que en sus respectivos dueños.
En efecto, postulaba Bergson que la conciencia humana nunca pasa dos veces por el mismo estado y señalaba, por ejemplo, que tras dos horas contemplando un objeto inmóvil uno tendrá la conciencia del objeto, pero no sólo, porque a ésta hay que añadirle la conciencia de llevar mirándolo dos horas. Nuestra “conciencia de conciencia” hace que ésta se vaya “enrollando sobre sí misma” como si fuera una alfombra de gala. A su vez, no es descabellado pensar que esa conciencia de cambio interior haya influido en el desarrollo de nuestra voluntad: si al enfocar mi conciencia sobre mí mismo soy capaz de provocar un cambio interior, también quiero cambiar el mundo exterior.
Y finalmente la conciencia, junto con la voluntad de cambio que la acompaña, constituyen el motor de la Historia. Pero los animales no tienen Historia, así es que probablemente no tienen la conciencia de su propia conciencia que nos caracteriza a los humanos.
Ya, ¿y no podría ser que los animales tuvieran un mundo interior similar al nuestro? ¿Y si también existe en ellos una conciencia “de alto nivel”, pero la voluntad que la acompaña no puede manifestarse por falta de una “infraestructura” idónea para expresarla y por eso las personas- a excepción del Dr. Doolittle- no la percibimos?
Sí, teóricamente eso podría ser, pero no es fácil explicar por qué la ahorrativa naturaleza habría de gastar recursos en un nivel de desarrollo neurológico totalmente inútil por falta del canal físico necesario para darle uso.
Ahora bien, el hecho de que los animales, según todos los indicios, no tengan un nivel de conciencia comparable al de las personas (conciencia de conciencia), ¿es un motivo para hacer con ellos lo que nos venga en gana? ¿No hay otras manifestaciones psíquicas en que puedan compararse a nosotros o incluso superarnos a la mayoría? ¿No hay perros que se dejan morir de inanición cuando pierden a su amo? Con toda probabilidad el animal tenía su subsistencia asegurada por otras personas del mismo círculo familiar, así que semejante dolor parece expresar un amor cuya intensidad está a años luz de la mayor parte de los vínculos humanos.
Además, el que el hombre haya desarrollado un grado de conciencia y voluntad que le permite modificar su entorno, ¿lo convierte en dueño del mundo? ¿No es más razonable pensar justamente lo contrario?¿Podemos tratar al planeta y a todo lo que contiene como granja, sembrado, cantera o vertedero sin más límite que su agotamiento, sólo porque de hecho es lo que estamos haciendo sin que se nos oponga resistencia?
El estar en posición de obrar de determinada manera no supone ostentar el derecho de hacerlo. Ya lo puso de manifiesto Rousseau en un momento de profundo cambio histórico: el ejercicio del poder no es señal de que tengamos ningún derecho al mismo. Si no, ¿qué clase de derecho es ese que desaparece en cuanto otro nos lo arrebata por la fuerza? Nuevamente, ¿no sería en el fondo contradictorio fundar el derecho a dominar a otros seres en nuestro mayor nivel de conciencia respecto a ellos? Parece que quien pretendiera tal cosa precisamente estaría mostrando una falta de conciencia en relación con su entorno que, en el mismo acto de afirmar su derecho, lo estaría privando de él.
Y una vez citados tan ilustres filósofos como Rousseau o Bergson pecaría de deslealtad si me olvidara del héroe favorito de mi infancia y me dejara en el tintero que una manifestación de nuestra humanidad es la capacidad de comprender que “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. Sí, al mencionado principio le dio su formulación más popular el tío Ben en un momento de intensa conexión afectiva con su joven y aún alocado sobrino Spiderman.
Pero, por otra parte, llegado a este punto uno no puede evitar la sospecha de que quizás todo cuanto antecede no sean más que reflexiones baldías, porque un buen día se te cruza un perro por la calle y por algún motivo le llamas la atención y se te acerca y os miráis a los ojos y detrás de los suyos ves sin asomo de duda un alma.
Entonces te das cuenta de que quizás el supremo poder del ser humano no es más que el de engañarse sobre quién es y cuál es su lugar y que tal vez, mientras yo le estoy dando vueltas a todo paseando con mis andares desgarbados, cualquier par de canes ocupados charlando, como los cervantinos Cipión y Berganza, interrumpan su coloquio al verme para comentar que “ese pobre humano debe de estar abandonado, porque no va con él ningún perro que lo saque a hacer deporte”.
ESCRITO DESDE LAS TRIPAS 
Últimos comentarios