León Miranda era Profesor Titular de Física Teórica en la Universidad y había comenzado su andadura científica muchos años atrás, investigando con pasión todos los secretos de la antimateria. De niño, León jugaba a empujar con los ojos cerrados el espejo grande del dormitorio de sus padres soñando que, al abrirlos, quizás habría pasado al otro lado. A veces, cuando nadie lo veía, incluso llamaba a su propio número de teléfono y el pulso se le aceleraba de excitación con la idea de que, tras el siguiente pitido, alguien pudiera coger el auricular desde el otro extremo de la línea. Ya en sus años de Bachillerato le fascinaba la predicción teórica de que a cada partícula elemental le corresponde una antipartícula que, con idéntica masa, tiene sin embargo carga eléctrica opuesta. Era su propia versión de la leyenda del tesoro al final del arco iris, pero con un marchamo científico que alentaba su esperanza de tropezarse algún día con lo inconcebible: tal vez en algún lugar de la vida cotidiana, invisible a nuestros ojos, había un plano divisorio y, al otro lado, existía una réplica de este mundo, pero simétrica.
Y esa leyenda se convirtió en su particular Santo Grial. Tras doctorarse en Física, León trató de convertirse en un cazador de partículas. Le entusiasmaba la idea de pasar su vida en los aceleradores de partículas más potentes del mundo, jugando al billar con corpúsculos subatómicos y buscando en las colisiones nuevos ladrillos de la antimateria. Sin embargo, cada proyecto científico resultó ser, más que nada, una auténtica carrera de obstáculos burocráticos por acceder a unos recursos muy limitados. Llegado a un punto, León empezó a echar la vista atrás y, cuando logró admitir que sus resultados en la investigación habían sido menos que mediocres, centró todo su entusiasmo en la docencia. Al principio, curso tras curso, no se cansaba de repetir a sus alumnos – ¡Menos estudiar y más intuir! ¡la Física es corazón! –, con resultados generalmente devastadores. Finalmente, ya en la cincuentena y sin familia, León se había marcado como único horizonte llegar a Catedrático, pero los entresijos de la política universitaria no eran su fuerte, y ahí seguía, esperando a que se cumplieran las repetidas promesas de los pesos pesados de la Facultad.
– Te dejas ver poco. ¿En qué andas últimamente? – observó Roberto Río, compañero de docencia y uno de los escasos amigos de León, en una de sus charlas en la cafetería de la Facultad.
– He estado dando vueltas a un proyecto sobre la antimateria… – contestó León.
– ¡Ja! ¿No sabes cómo estamos? ¡Si ahora mismo consigues hueco en cualquier acelerador de partículas decente, aunque sólo sea un minuto, me dejo crecer una cresta en la cabeza! ¡Te lo juro! – le atajó su amigo – ¿Cómo te ha dado por pensar en volver a meterte en eso?
– No, no es eso, es un proyecto un poco más personal…. Ya sabes que hay una creencia extendida de que todos tenemos un doble en el mundo, pero yo pienso que esa idea no tiene ninguna consistencia. En cambio, lo que creo que sí que tiene mucho sentido cosmológico es la existencia de un “anti-yo”, de un “contrario” de cada persona, y estoy dispuesto a encontrar el mío…
Roberto no habría dudado un instante en tomar esto como una broma, si no fuera porque encontró algo que le pareció inquietante en el discurso de León, que fluía pausado pero absolutamente incontenible, como un reguero de lava:
– … la existencia de dos mundos opuestos de materia y antimateria es totalmente coherente con la simetría del Universo, y podría tener unas implicaciones de un alcance filosófico difícil de imaginar si esa simetría llegaba también al plano moral…
Roberto permaneció en silencio unos instantes para reorganizarse internamente antes de afrontar la situación, mientras León continuaba su periplo intelectual:
– Últimamente me acuerdo mucho de una persona que vivió luchando por no convertirse en esclavo de la ambición y en la madurez se encontró con el desengaño y con la depresión: se dio cuenta de que tratando toda su vida de librarse de la ambición sólo había conseguido convertirse en un esclavo del fracaso. Tal vez a todos nos pasa eso en el fondo, porque es casi imposible desde dentro de nosotros mismos saber a dónde nos dirigimos de verdad. Tenemos tanta habilidad para engañarnos como un montañero sepultado por un alud. Imagínatelo: cava con sus manos desesperado, creyendo avanzar hacia la superficie, pero ha perdido la orientación y lo que hace realmente es irse enterrando más y más; pues eso hacemos todos más o menos. Ahora bien, si cada cual pudiera observar a su contrario y ver cómo se las entiende con el “alud” de su vida, entonces no habría ninguna duda sobre si uno está saliendo a la luz o se está hundiendo, justo al revés que su contrario. Tu contrario es el único que no miente sobre dónde estás y quién eres realmente. ¡No tenemos mejor maestro que aquello que elegimos no ser, Roberto!
Sin reparar en la tensión que ya irradiaba Roberto, León siguió hablando:
– … nuestro contrario sería también el producto de nuestra historia, ¡pero a la inversa! Sería el resultado de las decisiones que no hemos tomado… ¿Nunca has sentido curiosidad por saber qué habría sido de ti si…? ¡Pues ese que no has sido, ése es el único que puede decirte quién eres…!
En este punto, Roberto se decidió a interrumpir a León con unos comentarios, hechos en un estudiado tono festivo, para explorar la respuesta de su amigo, pero éste continuó vaciándose, la mirada vuelta hacia adentro, sin darse por aludido. Con un sostenido esfuerzo Roberto fue, poco a poco, enfriando a León y trató, con toda la delicadeza que pudo, de buscar vivencias compartidas para acercarse a él; se refirió a esa sensación de que las ilusiones se han truncado con el correr de los años, le habló de la ingratitud de la docencia, de sus propios períodos de desorientación, de sus crisis personales y de cómo él las había ido superando y, angustiado finalmente por la actitud de “no sabe no contesta” de León, Roberto terminó insinuándole la conveniencia de recibir ayuda profesional. Tras esta conversación, el hilo de comunicación entre ambos quedó roto.
León, con energías renovadas, se dedicó en cuerpo y alma al propósito anunciado. No sabía a qué clase de mundo pertenecía su contrario, a qué se dedicaba, con quién se relacionaba… No tenía la menor pista de por dónde empezar. Por otro lado aquél, en el caso de que existiera, sería una auténtica insignificancia a escala planetaria, lo mismo que él: una insignificancia volando a través del armazón de la materia al encuentro de otra; eso era un experimento de física de partículas, o sea, exactamente lo mismo que León se proponía llevar a cabo, salvo que esta vez una de las partículas era él mismo. León estaba fascinado.
Como en cualquier experimento en tales condiciones, el único enfoque posible era de tipo estadístico: sólo cabía tratar de aumentar al máximo las probabilidades del encuentro, y esperar…. León quiso poner en juego todo su bagaje científico: – Para observar un fenómeno, primero hay que procurar que concurran todos los factores que lo desencadenan, y luego hay que instalar el tipo de detectores adecuados – solía decir a sus alumnos, así es que procuró adaptar lo mejor posible este método al caso. Comenzó a dejar por doquier todas las pistas posibles de lo que iba buscando, con la esperanza de que, tarde o temprano, su contrario recibiría el mensaje y lograría entenderlo; así aumentarían al máximo las probabilidades del encuentro. Pero, tras su última conversación con Roberto, León era consciente de que tenía que ir con cuidado, no podía ser demasiado claro en su propósito o acabarían encerrándolo.
Ya estaba fuera del mercado de las conferencias, pero echó mano de la lista de sus antiguos contactos y se dedicó a hablar sobre la antimateria en todos los foros que le abrieron sus puertas. Alguna vez, al terminar el acto, una figura se recortaba del contorno del público para dirigirse a él y, al principio, cuando esto sucedía le daba un vuelco el corazón. Pero pronto su intuición, como un dardo, fue capaz de distinguir de lejos al adulador compulsivo, al estudiante desesperado por conseguir una beca, al que necesita que otro escuche lo listo que es uno o, peor si cabe, al que necesita escucharlo de sí mismo; siempre falsas alarmas.
León volvió a publicar artículo tras artículo. Pidió un año sabático en la Facultad y emprendió un viaje por todo el mundo, montando en trenes, barcos, aviones, pasando por hoteles, bibliotecas, habitaciones de alquiler, y dejando su rastro en todos ellos: revistas con sus contribuciones científicas, reseñas de sus conferencias, libros de ciencia ficción, con su nombre y dirección escritos en la solapa, en los que había subrayado pasajes relativos al uso de armas de antimateria o de naves espaciales que utilizaban ésta como propulsor.
Saltando del microcosmos al macrocosmos, el singular viajero ahora identificaba su propio periplo con el del “Voyager”, lanzado hacía años al espacio desconocido, con información sobre el planeta Tierra que trataba de ser comprensible para cualquier criatura inteligente a la que pudiera llegar.
Después de unos meses, exhausto y casi sin dinero, León regresó a casa, donde sólo encontró unos pocos avisos de Correos, correspondientes a aquéllos que habían tenido la gentileza de enviarle algunos de sus objetos “olvidados”.
Enseguida se dio cuenta de que, en el fondo, ése era el mejor sitio para esperar: con los años, la soledad se había ido convirtiendo en parte de su esencia, y el apartamento que se la proporcionaba, en una extensión de su ser, así es que éste adquiría una cualidad especial que, sin duda, favorecería el ansiado encuentro. León redujo al mínimo sus salidas al exterior para concentrarse en la espera. Bajo la fuerza de la intención, esa espera dejaba de ser pasividad y se convertía en una intensa acción que empujaba a su contrario hacia él. ¿Por dónde aparecería el invitado? Por cualquier sitio, por una ventana, o a través de un espejo, o de la arista formada por la pared y el suelo de una habitación, o sencillamente, por la puerta… León empezó a concentrarse en cualquier elemento de separación que encontraba a su alrededor, y descubrió que había infinitos… Cada uno de sus objetos cotidianos había adquirido una cualidad especial, una rotundidad casi obstinada, como si gritara en silencio su voluntad de ser “algo más”, y el grito se hacía más potente cuanto más los contemplaba. Cada plano, cada arista irradiaba su misterio tan poderosamente que casi le obligaba a entornar los ojos: León sabía que cualquier interfase dentro de su estudio podía convertirse de un momento a otro en el puente que pondría en comunicación ambos mundos.
Pero no fue por una puerta, ni por una ventana, ni desde el otro lado del espejo, fue a través de una réplica de “Las Meninas” de Picasso, colgada en la pared, como apareció el contrario de León. – Hola León, soy Noel – dijo el recién llegado, bajándose del cuadro mientras la puerta pintada al fondo de la escena, desbocada como un cuello de útero, recuperaba su forma habitual. En ese instante a León se le reveló, desde las profundidades de su contrario, la semilla que contenía la esencia más pura de sí mismo y, presa de la emoción, cometió un error de principiante: se abalanzó a abrazar a Noel. Había olvidado que, puestas en contacto, la materia y la antimateria se aniquilan, y toda su masa se convierte en energía.
Afortunadamente, en aquella mañana de mediados de agosto todo el inmueble estaba vacío así que, a fin de cuentas, fue la compañía de seguros la que se vio obligada a cargar con la peor parte, pese a que ninguno de sus peritos llegó a entender jamás cómo se había producido semejante explosión en un bloque moderno donde todo era eléctrico.
FIN
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