Hace poco una compañera «muy» embarazada me contó que por la noche había tenido una pesadilla muy intensa y que su bebé había empezado a dar patadas. Se sentía triste y culpable por la cantidad de adrenalina que le había transmitido y el mal rato que le había hecho pasar a él también.
La madre al principio no es sólo uno con nosotros; es lo único y, por tanto, la fuente de todo el bien y todo el mal que nos llega. Es una unión fuertemente instintiva y profundamente irracional y de ella nos queda un residuo en lo más profundo de nuestras circunvoluciones para toda la vida.
La madre nos da la vida consciente y con ella la promesa de una libertad de la que siempre nos quedamos a medio camino, porque, con necesidad «ontológica», la acompaña como reverso una carga genética, psicológica y cultural que sí o sí será un lastre. Pasa lo mismo con el agua (casualidad o no, también un símbolo materno): sabemos que nadamos gracias a la sustentación que ella nos proporciona, pero a la vez nos opone una resistencia que puede llegar a agotarnos.
La relación con la madre es trágica porque contiene todos los opuestos en el máximo grado de intensidad y, como en cualquier tragedia, para salir de la contradicción hay que romper con un mundo.
Es muy fácil que los caminos neuronales grabados por una experiencia tan temprana y tan intensa vuelvan a «abrirse al tráfico» cuando nos sentimos atrapados en cualquier tipo de relación. Da la sensación de que, si nos faltara «eso», nos convertiríamos en una especie de copa partida en dos a lo largo que ya no será capaz de retener líquido nunca más y, por tanto, se volverá inútil para cumplir con lo que se espera de ella. Es una experiencia dura y angustiosa, incluso vivida con un grado mínimo de intensidad.
En esas circunstancias quizás ayude pensar en la sabiduría del cerebro reptiliano. Los reptiles son capaces de dejarse un trozo de sí mismos aprisionado en cualquier parte, dando el tirón que los hace libres; dadas las circunstancias, era un parte de ellos que ya les sobraba.
Quizás ir por la vida partido por la mitad no es tan terrible: desechas lo que está de más, vas más ligero, dejas vacante un lugar que invita a visitarte a lo nuevo, te abres a una sensibilidad distinta…
La sabiduría de la Naturaleza, de la Tierra, del origen. Siempre el ying y el yang de la madre.
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