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¿QUÉ SABÍA RUDOLF HESS?

Dado el carácter excepcional del proceso, todos los presentes en la Sala 600 del palacio de justicia de Nuremberg habían tratado de mentalizarse para cualquier cosa que pudieran ver y oír durante las sesiones. Aun así, casi todos se sorprendieron cuando el día 30 de noviembre de 1945 el acusado Rudolf Hess, ex – secretario político de Hitler y número dos del partido nazi, de pronto se puso en pie y dijo “he recuperado la memoria”.

La razón es que durante sus más de cuatro años de encierro en Inglaterra había ido desarrollando síntomas cada vez más acusados de paranoia y pasaba por largos periodos de amnesia. En un estado de pérdida casi absoluta de la memoria fue enviado a Nuremberg para en octubre de 1945 para ser juzgado, ante la insistencia de los soviéticos, que no tenían nada claro qué había estado haciendo Hess con los británicos todo ese tiempo.

De hecho la vida de Hess comienza a hundirse en la niebla el 10 mayo de 1941, cuando la guerra llevaba ya dos años desgarrando Europa. Alrededor de las 17h. el político que representaba la “cara amable” del nazismo y que conservaba su entusiasmo por la aviación despegó de la pista de la Luftwaffe en Augsburgo volando solo en el recién diseñado Messerschmitt 110 con rumbo a Escocia.  Allí, atrapado en la noche antes de haber logrado alcanzar su destino, tuvo que saltar en paracaídas y, con un tobillo fracturado, fue detenido y hecho prisionero. Cerca del lugar del siniestro se encontraba Dungeval Castle, propiedad del Duque de Hamilton, que contaba con una pista privada de aterrizaje con balizamiento, aunque esa noche las luces estaban apagadas.

Hasta ahí los hechos. Más allá, las suposiciones: hay quien asegura que la intención de Hess era tratar de negociar la paz con Gran Bretaña (a su vez algunos opinan que iba como enviado de Hitler y otros que lo hacía por cuenta propia); también hay quien piensa que su plan era buscar apoyos entre elementos pro-nazis de Gran Bretaña para organizar un golpe de estado contra Churchill (de hecho, el alemán había ayudado a Hitler a organizar el “Putsch de Munich” en 1923); finalmente, no falta quien simplemente ve en todo ello la acción de un desequilibrado. El gobierno británico nunca ha salido de su mutismo al respecto.

El estado de deterioro mental en que Hess llegó a Nuremberg sembraba dudas sobre su capacidad para afrontar un juicio que se preveía largo y duro, así que fue examinado por un tribunal médico, que dictaminó su aptitud para enfrentarse a los jueces, estimando que la amnesia podía ser fingida.

De hecho, tras su inesperada declaración de mejoría Hess pareció haber recobrado la lucidez durante unas pocas semanas, pero siguió sufriendo pérdidas parciales de memoria. Luego volvió a caer en una aparente amnesia total y a partir de ahí se pasó las sesiones leyendo y riendo de cuando en cuando, completamente desentendido del juicio.

Hess sólo fue condenado por dos de los cargos presentados contra él (conspiración para promover una guerra de agresión y conspiración para cometer crímenes) y salvó la vida, muy a pesar del juez soviético, que formuló un voto discrepante respecto al resto del Tribunal por considerar que aquél merecía subir al patíbulo. Cuando el 1 de octubre de 1946 se leyó el veredicto, Hess pareció no ser consciente de que se le sentenciaba a cadena perpetua.

Fue internado en la prisión de Spandau, en los alrededores de Berlín, una cárcel de alta seguridad en la que inicialmente se pensó encerrar a unos doscientos criminales de guerra nazis, pero que sólo llegó a contar con siete inquilinos.

En 1966 el último de los compañeros de Hess, Albert Speer, arquitecto y luego Ministro de Armamento de Hitler, fue puesto en libertad tras cumplir su condena de 20 años de reclusión. A partir de ahí Hess permaneció hasta su muerte como único prisionero de Spandau.

Durante muchos años, cada mes un destacamento de 54 oficiales y soldados de los países aliados se turnaban para vigilar al recluso. Al parecer sus guardianes tenían órdenes de dirigirse a él únicamente como “prisionero número 7”, a pesar de que aquella inmensa jaula ya se había quedado vacía, un rasgo más que acentúa el carácter entre onírico y siniestro de la cárcel de Spandau, que en sus tiempos de máxima ocupación, con siete prisioneros, llegó a contar con una dotación de diez camareros, once cocineros, tres gobernantas, catorce pinches de cocina y otras tantas empleadas de limpieza.

Se dice que, indiferentes al progresivo deterioro de su salud física y mental, eran los soviéticos quienes vetaban una y otra vez la liberación de Hess, pese a que el marco histórico de la Segunda Guerra Mundial parecía cada vez más lejano.

El día 17 de agosto de 1987 el mundo conoció la muerte del “prisionero de Spandau”, que, a los 93 años, habría logrado por fin burlar a sus guardianes y se habría suicidado colgándose de un cable en un cobertizo del patio de la prisión.

Desde entonces esta muerte nunca se ha llegado a ver libre de sospechas, empezando porque una autopsia solicitada por su familia reveló que la muerte de Hess no se produjo por suspensión, sino por asfixia.

Hace pocos años la prensa se hizo eco de un informe de Scotland Yard redactado en 1989 y que vio la luz en aplicación de la ley de secretos oficiales. En él se recoge una investigación sobre la muerte del famoso recluso que recoge el testimonio de un médico que lo trató y que consideraba que el estado físico de aquél no le hubiera permitido quitarse la vida de esa forma. El documento apunta a la intervención de los servicios secretos británicos. La apertura política propiciada por Gorbachov en la Unión Soviética habría despertado en Gran Bretaña el temor de que finalmente Hess fuera liberado y pudiera desvelar secretos de la Segunda Guerra Mundial, por lo que se habría enviado a dos agentes británicos para introducirse en la prisión y matarlo.

A mí esta hipótesis conspiratoria no acaba de encajarme. Estamos hablando de un hombre de 93 años, probablemente aquejado de demencia senil. ¿Qué podría decir que no hubiera tenido ya alguna ocasión de filtrar desde hacía más de cuarenta años? Por otro lado, que por razón de Estado haya mucha gente capaz de ordenar la muerte de un anciano demente y medio inválido es algo que cae por su peso con la contundencia de las leyes de la Física, pero lo que sí me resultaría desconcertante es que en una Europa como la de finales de los 80, no digamos en la de hoy, alguien hubiera seguido manteniendo el más mínimo interés por preservar el mito aliado como sostén de su supuesta supremacía moral y legitimidad política frente a otros, por decir algo. En fin, si los archivos de los servicios secretos se abrieran alguna vez supongo que sería más o menos como si el mar se vaciara y pudiéramos pasear tranquilamente por el fondo contemplando toda clase de tesoros, curiosidades y porquerías de mayor o menor calibre que la Historia ha ido depositando allí con la constancia y diligencia propias de un bibliotecario de vocación.

Lo único seguro es que hoy en día en el lugar en que los nazis que salieron con vida del proceso de Nuremberg cumplieron sus condenas se yergue un boyante centro comercial, el Britannia Centre. El patio de la prisión, donde Hess dio su paseo diario durante cuarenta años y en cuyo cobertizo quizás encontró el destino que le había estado esperando desde que aquel juez soviético procuró su muerte en la horca, es ahora el aparcamiento.

Dos edificios de ladrillo rojo, antaño situados frente a la puerta de entrada de la prisión, sobreviven hoy como guardaespaldas de la memoria o quizás simplemente como elementos extravagantes en un complejo comercial que, para mí, es todo un símbolo de la esencia del Berlín de hoy, ese Berlín donde el ectoplasma de los fantasmas del pasado se resiste a disolverse haciéndose fuerte como girones de niebla entre las cajas de corn flakes de cualquier supermercado.

 

Fuentes:

Juan Eslava Galán, La Segunda Guerra Mundial contada para escépticos

https://www.muyhistoria.es/contemporanea/articulo/el-misterioso-vuelo-de-rudolf-hess-171462889191

https://historiaybiografias.com/viaje_hess/

http://www.bbc.co.uk/history/worldwars/wwtwo/nuremberg_article_01.shtml

http://www.historicberlin.com/?p=895

 

 

 

 

BERLÍN, O LA BANALIDAD DE LA VIDA Y DE LA MUERTE

La hierba asoma a través de una mínima grieta en el asfalto, los restos en descomposición de una criatura impulsan a las plantas a perseguir el cielo, algunas bacterias proliferan en el corazón de un reactor nuclear, y la vida se exhibe desinhibida en Berlín como un enjambre heteróclito de altos, bajos, obreros, turcos, oficinistas, rubios, rechonchos, morenos, magrebíes, músicos callejeros, escolares…, que van y vienen, aparentemente ajenos a la vida de los otros. Por su aire despreocupado, se diría que a ninguno de ellos le traspasan la piel los ecos del dolor que aún se refugia encogido en cada rincón de la ciudad.

Quizás el universo tiene un ápice de piedad y por eso sólo nos permite contemplar el río del tiempo hacia atrás. Si no, en su momento los berlineses hubieran sabido que, tras los padecimientos debidos a la Gran Guerra, les esperaban la revolución espartaquista, la inflación galopante de los años 20, la crisis de Wall Street, la gran estafa que vació las arcas del Consistorio de la ciudad e hizo prender la desconfianza en la clase política (¿a alguien le suena de algo?), el ascenso del nazismo, la caza y exterminio sistemático de judíos y disidentes, la devastación de la guerra, las violaciones de la tropas de liberación, la zozobra de la “desnazificación” llavada a cabo por los vencedores, el bloqueo de la ciudad por los soviéticos, la amenaza de la guerra fría, la opresión comunista, el aislamiento del muro … Aunque muchos no lo sientan, ¿es concebible que no quede ni un mínimo eco de tanto sufrimiento repitiendo su lamento entre los edificios de Berlín?

En su famoso libro sobre el juicio al burócrata nazi Adolf Eichmann, Hanna Arendt acuñó el término “banalidad del mal” para referirse a la capacidad para perpetrar crímenes atroces que tiene el hombre más anodino cuando aquéllos se integran en el funcionamiento normal del sistema al que aquél sirve.

Yo voy más allá y creo que la banalidad abarca mucho más que el mal. Y es que uno contempla el fluir a la vez colorido, desenfadado y desordenado de la existencia en esta ciudad no demasiado limpia de fachadas llenas de grafitis, uno se mezcla con esa multitud que parece gritar “carpe diem” en silencioso coro mientras circula a través de memoriales dedicados al recuerdo de atrocidades, paredes monumentales acribilladas a balazos, edificios impolutos que son cuidada reconstrucción de otros arrasados por las bombas, o fragmentos del muro que exhiben los testimonios de las víctimas que aún tienen que cruzarse con sus verdugos de la STASI en el supermercado, y uno se da cuenta de que Berlín es en sí un testimonio de la banalidad de la vida y de la muerte.

Eso sí, banal o no, en circunstancias normales parece que es muy humano – y, por tanto, muy digno -, preferir estar vivo a estar muerto, aunque sólo sea para poder volver a Berlín.

LA CALDERA O EL CRISOL

caldera

Sin duda somos la especie más poderosa de la creación; sólo así se explica que hayamos sido capaces de sobrevivir a nuestro  constante esfuerzo de auto-destrucción a lo largo de la Historia. Sin embargo, creo que no estoy dramatizando si afirmo que, con la capacidad letal que hemos llegado a acumular, en este momento el problema del mal es el más acuciante de los que amenazan la continuidad de la especie humana.

En “El corazón del hombre”, obra subtitulada “su potencia para el bien y el mal”, Erich Fromm profundizó en el análisis que, acerca de este problema, había llevado a cabo en obras anteriores. Escrita en plena Guerra Fría, sus reflexiones conservan, por desgracia, plena actualidad.

En relación con la eterna controversia sobre la bondad o maldad intrínseca del ser humano, Fromm sostiene que existe en el hombre una potencia para el mal que se manifiesta, “por defecto”, cuando no se dan las condiciones que lo llevan, de forma espontánea, a hacer el bien.

Para el autor, sólo la vida en sociedad puede liberar al hombre de la angustia de la individuación, de la toma de conciencia de sí mismo como un producto de la naturaleza que, a su vez, es una rareza dentro de ella. Pero sólo podrá lograr tal redención una vida en sociedad en la que el hombre no sea sólo un medio al servicio del funcionamiento del “sistema”, sino un elemento que “cuente” dentro de éste. Lo anterior atañe a las estructuras de producción y de consumo, al sistema político, a las relaciones familiares y, singularmente, al nivel de conciencia del individuo. Se trata de que las personas sean al todo algo más que el carbón a la caldera.

Fromm dedica también un capítulo al problema de la libertad. Para él, la libertad del hombre o la falta de ella no pueden predicarse con carácter general; tal valoración sólo puede ir referida a una situación concreta, ya que en una cadena de acciones y resultados llega un momento en que aquéllas están ya tan fuertemente determinadas por las consecuencias de nuestros actos anteriores que no es posible seguir calificándolas de libres. Como ejemplo, plantea que probablemente en 1929, ante la oposición al nazismo por parte de ciertos sectores, Alemania todavía conservaba la libertad de conducir o no a Hitler al poder, pero poco más adelante ya no.

Me gustaría que los recientes ataques yihadistas en París nos hicieran reflexionar sobre nosotros mismos. Si el sistema en que nos desenvolvemos es algo parecido a un crisol, sólo tenemos que guardarnos de los peligros que vienen de fuera. Pero si es más bien una caldera, deberemos guardarnos tanto o más de los que asoman desde dentro.

También la civilización occidental engendra monstruos; de hecho lo hizo no hace tanto. Quizás aún estemos a tiempo de elegir.

Foto: trenak.com


Una frase:

"El tiempo es lo que impide que todo suceda de golpe."

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