Archivo de abril 2021

VÍCTIMAS (EDITADO)

Las esquirlas incandescentes disparadas al hacer chocar dos piedras logran prender un pequeño montón de hierbas secas; éstas inflaman unos trocitos de madera y estos últimos, a su vez, otros más grandes hasta que se enciende una hoguera; la hoguera, por su parte, permite ahuyentar a los depredadores y ayuda a proteger el poblado durante la noche. Unos troncos de árbol colocados con ingenio facilitan la subida de materiales pesados a un promontorio a través de la ruta con menor inclinación; la altura de este emplazamiento ofrece una sólida ventaja defensiva frente a los peligros que vienen del llano.

Como animales comparativamente lentos y débiles, sin pelaje, sin colmillos y sin garras, pero con unos pulgares estratégicamente situados en nuestras extremidades superiores, la única vía de salvación que nos quedaba era tratar de concatenar causas y efectos con el fin de ir aumentando exponencialmente nuestra capacidad de respuesta al entorno. Quizás por eso nuestro cerebro está diseñado para buscar la causa y la finalidad de todo lo que se pone a su alcance (que es, sin ir más lejos, lo que yo estoy haciendo en este preciso instante).

Freud, al postular la existencia del inconsciente, ya nos advirtió de la dificultad de conocer, no sólo la intención que alimenta las acciones ajenas, sino también, y quizás incluso en mayor medida, las propias. ¿Cómo podemos pretender, entonces, conocer la “intención” de algo tan cercano y, a la vez, tan abstracto y grandioso como la Naturaleza? Pero somos incapaces de evitar el intento.

Hay quien sostiene que la guerra puede haber sido un factor necesario para la evolución del cerebro humano. Supongo que tal afirmación apunta al desarrollo del ingenio y a la disposición al sacrificio que impone el conflicto bélico como un entrenamiento, un tanto paradójico, para potenciar las habilidades que hacen posible la vida en común. Esta perspectiva deja de lado los aspectos morales de la violencia para ver en ella un “plan” de la Naturaleza.

Puede ser. Pensemos por un momento en nuestro comportamiento actual, tratemos de disolver el barniz con que lo ha recubierto el hábito de lo cotidiano: un abogado aprende su profesión, se integra en un gran despacho, llega a socio director y deja de ser abogado para transformarse en un comercial de altos vuelos; un médico se entrena años y años en su delicado oficio, va escalando posiciones hasta convertirse en director de un hospital y pasa a gestionar presupuestos y camas; un ingeniero vuelve la espalda a todos los procesos físicos o químicos que han cimentado su formación y acaba luchando a mordiscos por mejorar la cuenta de resultados de una empresa importante. Todo eso puede ser el resultado de una deriva profesional natural y haberse vivido con la ilusión de lo nuevo. O quizás el protagonista de la ascensión ha pagado, literalmente, con su vida, al menos en lo laboral, el precio de generar a su alrededor la forma de “respeto” de que necesita rodearse para vivir protegido de sus inseguridades. Y es que, por lo general, ¿dónde situamos el juicio de Dios que sentencia a quién corresponde “desigualarse” de la masa y alzarse triunfador y a cuál permanecer quizás precario y siempre “amorfo”? ¿No es en la competencia, es decir, otra forma de lucha?

Ahora desandemos un largo camino en nuestro proceso evolutivo. ¿Resulta inverosímil pensar que en el proceso de separación de la animalidad necesitáramos reforzar la confianza en nosotros mismos demostrándonos mediante la violencia nuestra capacidad de control del entorno, como forma de distinguirnos de los animales? Eso explicaría por qué los vencidos que sobrevivían eran considerados, no como semejantes, sino como parte de ese entorno no humano sobre el que podíamos imponer nuestra voluntad, en tanto que humanos. El concepto de que hay algo universal en cada uno de nosotros que nos une “horizontalmente” era todavía demasiado abstracto, demasiado lejano.

La paradoja consistía en que el proceso de asimilación de nuestras propias características humanas, que nos separan de la Naturaleza, pasaba en cierta forma por convertirnos en bestias; quizás en ese punto un ego aquejado de la ceguera más absoluta era una enorme ventaja evolutiva. El efecto adverso de tal mecanismo de desarrollo ha sido la proliferación de comunidades divididas que necesitan el conflicto como aglutinante y, como motor de éste, la hipertrofia del ego de sus líderes. Todo eso, a su vez, fortalece las barreras interpersonales y favorece el enfrentamiento, en un círculo vicioso que perdura hasta hoy.

Ya en la antigüedad clásica Eurípides escribió poniéndose en la piel de las víctimas de la guerra y Séneca  se preguntó cómo es que los peores crímenes de un ciudadano particular, cometidos a gran escala y a instancias del poder público, glorifican a los generales. El cristianismo nació con vocación de universalidad, pero se cuidó de situar la igualdad a los ojos de Dios en un lugar suficientemente inaccesible como para asegurarse de que la explotación diaria de unos por otros no corría peligro. Desde luego, no podemos llamarnos pioneros en la empatía con los que lo han perdido todo, pero quizás en nuestros tiempos empieza a tomar fuerza la idea de que la compasión no basta y de que es preciso reparar las consecuencias de los conflictos reponiendo a las víctimas en su dignidad y sus derechos y tratando de restañar el daño hecho a la convivencia.  

En ese sentido, la comprensión mutua que puede generar el dolor compartido es quizá lo único capaz de hacer que los hombres, independientemente de su adscripción a no importa qué bando, se sientan semejantes y de actuar como semilla de la comprensión mutua; es tal vez el único puente capaz de elevarse por encima de las divisiones impuestas por la Historia, los intereses y la inercia de la inconsciencia.

Si es que la lucha tiene una finalidad evolutiva, tal vez su mecanismo de actuación haya cambiado y, cumplida ya su misión de alimentar nuestra capacidad de pensamiento lógico, reforzar el control de nuestra voluntad y disparar así nuestra confianza en el salto evolutivo que nos separa de los animales, ahora su propósito se haya desplazado al otro lado de la ecuación, pasando de los verdugos a las víctimas, para estimular esta vez la capacidad de empatía de nuestro cerebro y extender el sentimiento de semejanza y el impulso de colaboración entre las personas.

Parece lo único que permanece inalterable en el curso de la evolución es que cada uno de sus vástagos está destinado a liquidar a quien lo trajo al mundo; así, el desarrollo espiritual se cimentaría, al menos simbólicamente, en el parricidio. No en vano, la lógica paradójica es tan antigüa como Heráclito y resulta ocioso recordar que el papel simbólico del parricidio en el desarrollo de la personalidad ya fue señalado por Freud, uno de los muchos en recoger la antorcha de los clásicos.

Hay quien asegura que los dinosaurios no se extinguieron, sino que han sobrevivido como pájaros; pero lo cierto es que ya no son dinosaurios y que seguramente nos sentiríamos muy engañados si nos ofrecieran visitar el museo paleontológico y nos llevaran, por ejemplo, a la Laguna de Ontígola. Pero puede que el ser humano, capaz de cobrar conciencia del proceso, tenga también el privilegio de elegir su camino, de decidir si quiere seguir navegando el curso de la evolución sin dejar de ser lo que es o si prefiere que sus propias obras lo destruyan y sólo el eco de lo que fue se proyecte en el futuro. Y me parece que ahora estamos justo en esa encrucijada.

¿Es razonable alumbrar la esperanza de que incluso lo más atroz que pueda producir la naturaleza humana, cuando lo ilumina nuestra propia conciencia, se convierta en alimento de la semilla de progreso que le es inherente?

Foto: Pixabay


Una frase:

"El tiempo es lo que impide que todo suceda de golpe."

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