Resulta intuitivo pensar que los cuerpos caen más deprisa cuanto más pesan y, de hecho, así se creyó durante muchos siglos. Lo cierto es que hasta hace muy poco nuestra experiencia se ha reducido a lo que tiene lugar dentro de la atmósfera y la resistencia del aire influye decisivamente en la caída de los objetos en función de su forma.
Sin embargo un hombre del s. XVI fue capaz de ver más allá y ayudó a la humanidad a entrar en la era de lo que hoy entendemos por Ciencia.
La ciudad de pisa sufrió un terremoto y Galileo, que se encontraba en ese momento en el interior de la Catedral de Pisa, reparó en que todas las lámparas que colgaban a la misma distancia del techo tardaban el mismo tiempo en completar una oscilación, de lado a lado del templo, independientemente de su peso.
Se dio cuenta de que, en el fondo, la oscilación de un péndulo podía asimilarse a la trayectoria de una bola que desciende y luego asciende por dos planos inclinados enfrentados entre sí.
Este planteamiento estaba ya muy próximo al problema de la velocidad de caída de los graves; la inclinación del plano tan sólo retardaba la caída de los objetos (que, con la tecnología de la época, resultaba casi imposible de medir si aquélla era vertical, por su velocidad), pero más allá de eso – y del rozamiento – no alteraba los efectos del campo gravitatorio sobre aquéllos; si el período de oscilación de las lámparas no dependía de su peso, la velocidad de descenso de dos cuerpos a lo largo de un plano inclinado tampoco y, por tanto, la rapidez con que caía un grave no dependía de su peso, en contra de lo que se había creído hasta entonces.
Galileo experimentó con bolas de distintos pesos sobre diferentes planos inclinados, trató de minimizar el efecto del rozamiento pulimentando lo mejor posible las superficies en contacto y confirmó con suficiente aproximación que la velocidad de caída de un cuerpo es independiente de su peso.
Ya en pleno s. XX el comandante David Scott, durante una misión del
Apolo 15, dejó caer un martillo y una pluma en la Luna a la vista de toda la humanidad:
Supongo que este experimento fue, más que otra cosa, un homenaje al sabio renacentista que supo ver más allá sin salir de aquí.
Un día un amigo me hizo ver que en la Ciencia, al menos tan importante como el descubrimiento histórico es el descubrimiento personal y desde entonces así lo creo a pies juntillas con absoluta fe científica. Cinco siglos después de Galileo nosotros también podemos ver más allá sin salir de aquí y comprobar que todos los cuerpos caen a la misma velocidad independientemente de su peso. Hace falta un libro y una hoja de papel cuyas dimensiones no excedan de las de las tapas del libro.
Para irnos poniendo en situación en cuanto al estado de la ciencia antes de Galileo, se sujetan el libro y la hoja, cada uno con una mano, se ponen los brazos en cruz y se dejan caer ambos objetos al mismo tiempo. ¿Qué sucede? Lo que todos ya sabemos.
A continuación, situamos la hoja debajo del libro, sin que sobresalga, y los soltamos. ¿Qué pasa ahora? También es bastante intuitivo, ¿no?
Ahora, quien piense que el peso del libro ha podido arrastrar al papel, que haga lo contrario, que ponga la hoja encima de la tapa superior del libro y que los deje caer. ¿Qué ocurre ahora? ¿Por qué?
Si alguien duda de la razón de este fenómeno, la solución está al final. ¡Que aproveche!
Fuente: Futurelearn.com; ¡Gravity! From black holes to big bang.
Fotos:
viajesfotos.com
Laplace.us.es
El libro protege a la hoja de papel del flujo de aire que genera la caída y, sí, sin la resistencia del aire ambos caen a la misma velocidad. Me alegro de no haber perdido aún la capacidad de maravillarme, no sé si con la Física o con la simplicidad.
Por cierto, ¿qué pasa si se deja caer un taco de hojas de papel sin encuadernar…?
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