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DANZAD, DANZAD MALDITOS*

“Los  niños tienen pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen. Si naces hombre, eres hombre. Si eres mujer, seguirás siéndolo.”

Atacar lo que uno “es” es el peor acto de violencia psicológica que se puede cometer contra alguien. Hacérselo a un niño utilizando como arma arrojadiza su identidad de género es una crueldad desgarradora.

“¿¡¡Todavía no lo has hecho…!!?” “El segundo es el primero de los perdedores.” “¿Has aprobado todas? ¡Así estás tú…!” “El que no vale se queda en la cuneta.” “¿De qué museo has sacado ese móvil?” “Es el programa y no me puedo salir de él.” “¡No me jodas que nunca te has colocao!” “Esto es para que os acostumbréis a lo que os espera en la universidad.” “¡Eres un amargado sin vida social!” “No le dejes los apuntes, así una menos.” “Tienes pocos seguidores en Facebook, ¿no…?”

Pero, además del transfóbico, hay  muchos otros “autobuses” que marchan triturando a los chicos demostrándoles que son «inadecuados», incluso antes de salir de su casa, y ya los consideramos parte natural de esta vida.

tank-tread

Como un sistema que se llama a sí mismo “educativo” y que, suponiendo que mire hacia alguna parte, no ve personas a las que ayudar a descubrir qué son y qué pueden llegar a ser, sino aspirantes a los que entrenar para dejar atrás a sus competidores y clases sociales a las que separar como un decantador.

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*http://www.filmaffinity.com/es/film492709.html

¿ACORRALADOS? (y 2)

El otro día, comentando mi anterior entrada – https://escritodesdelastripas.wordpress.com/2011/04/01/%c2%bfacorralados/-, otro amigo me dijo: “No se trata ya sólo de los padres con respecto a los hijos; esta cultura de proteger tanto todo lo que se considera protegible acaba por meternos a todos en la cabeza que el otro siempre es chungo; ésa es la verdadera cara de lo políticamente correcto”.

Tiene razón, la ideología de lo políticamente correcto ensalza el valor de lo humano “per se”, sin distinciones de género, raza, credo…, y así propugna un ideal de convivencia colectiva que, sin embargo, resulta no ser tan fuerte como su convencimiento profundo de que cada individuo concreto encarna justamente el negativo de ese ideal. En realidad lo políticamente correcto encierra un fuerte pesimismo antropológico, tanto más insidioso cuanto más intenso es su empeño en presentarse como el humanismo de los nuevos tiempos. Tengo la impresión de que lo políticamente correcto no nos hace mucha gracia a nadie, pero creo que habría que plantearse si, a pesar de ello, el pesimismo que encierra no está contribuyendo al debilitamiento de las relaciones personales ante el avance de la vigilancia colectiva e institucional.

Hoy leo en un periódico que el plan contra el alcohol comenzará a partir de los 9 años. ¿Eso no es ver a cada niño como un alcohólico en potencia, casi antes de que sepa escribir esa palabra sin faltas de ortografía? ¿No es mandar a cada padre el recado de que las cosas se desbordan y de que va a ser incapaz de controlar la situación como las instituciones no tomen cartas en el asunto? ¿No es pronunciar una profecía autocumplidora?

¿Por qué no dejarse de tanto plan y dejar su espacio propio a las relaciones humanas? Son las carencias en esas relaciones lo que impulsa a las personas a hacerse adictos a cualquier forma de compensación, y ese vacío personal no lo van a llenar los planes, ni las instituciones, ni cualquier otra clase de organización o estructura.

Tal vez estamos encerrados en un círculo vicioso: acabamos convencidos de que necesitamos ayuda desde “lo colectivo” porque, a su vez, “lo colectivo” nos impone un modelo ideal de convicciones, de conducta y de convivencia que atacamos desde el humor o desde el  cinismo, pero que, en el fondo, asumimos. Sin embargo, esa exigencia nos desborda hasta el punto de hacernos sentir incapaces, sobre todo en las relaciones personales que más nos importan. Creo que ese modelo, de límites borrosos, se puede identificar con el concepto, no menos fantasmagórico, de “lo políticamente correcto”.

Seguramente, en su vida cotidiana, la mayoría de las personas de generaciones anteriores no sentían ese ideal tan acusado de perfección personal porque, consciente o inconscientemente, confiaban en la capacidad del ser humano y, señaladamente, en la de sus hijos, para ocupar un lugar razonablemente satisfactorio en la vida. Sin duda hoy no nos gustan muchas cosas de su forma de educar, pero creo que no se les puede negar que lograron transmitir a los que vendrían después un cierto legado de auto-confianza y de responsabilidad. Y que conste que no añoro nada; como mucho, los dibujos animados de “Los autos locos” y los tebeos de Spiderman impresos en blanco y negro y en papel barato.

 

Foto: xooimage.com

¿ACORRALADOS?

El otro día un “lance” de juego de la hija de un amigo mío acabó con la niña en el servicio de urgencias de traumatología. Mi amigo me comentó que, para su sorpresa, nada más poner el pie en la consulta se le pidió que esperara fuera mientras examinaban a su hija. Al cabo de muy poco tiempo le hicieron pasar para informarle de que sólo se trataba de una pequeña contusión sin ninguna importancia.

Dado que las exploraciones se hacían tras un biombo, la única razón que se nos ocurrió para hacer salir a mi amigo era impedir que presenciara el diálogo entre los médicos y la paciente. Pero, teniendo en cuenta que se trataba de una niña de 11 años, ¿qué datos íntimos había que proteger de la posible voracidad inquisitiva paterna? Tras darle unas cuantas vueltas más la única conclusión que nos pareció lógica fue que, probablemente, se trataba de un protocolo médico en caso de lesiones sufridas por un menor, para liberar a éste de cualquier posible coacción y así asegurarse de que no es precisamente el padre su posible agresor.

La verdad es que esta posibilidad me produjo una mezcla de estremecimiento y tristeza. Es cierto que, desde siempre, la ley ha previsto la existencia de posibles conflictos entre los menores y sus padres, pero dichos conflictos se consideraban desde el punto de vista social y normativo como excepciones al sobreentendido de que los padres estaban ahí para querer, proteger y ayudar a crecer a sus hijos y que, efectivamente, lo hacían. Ahora bien, si la interpretación que hicimos mi amigo y yo de lo sucedido es correcta, me pregunto si estamos ante una tendencia a considerar, por sistema, que cualquier padre puede ser tan peligroso para sus hijos como los coches que pasan por la calle, una tendencia con fuerza suficiente como para que haya llegado a institucionalizarse en la atención médica; éste no es el primer indicio en tal sentido que me llega: ya me habían hablado de desconocidos interrogando en cualquier lugar público a niños ajenos con alguna magulladura visible para descubrir si tenían al enemigo en casa. Desde esa perspectiva, ¿en qué se estaría convirtiendo, en la concepción colectiva, la esfera de protección que debe rodear a todo niño, una vez que sus padres se han quedado fuera? Parece que la responsabilidad de cuidar a los niños se estaría desplazando a cualquier “espontáneo” o, de forma más estructurada, a los profesionales de los servicios asistenciales que, ante cualquier daño sufrido por un menor aplican protocolos de actuación que inicialmente no excluyen a nadie de la esfera de sospechosos.

Desgraciadamente, es innegable que se producen muchas agresiones físicas a menores por parte de los adultos que conviven con ellos, y no parece nada fácil rastrear las causas profundas de ese mal tan desgarrador, pero a lo mejor la respuesta que se está dando al problema nos está atrapando inconscientemente en un círculo vicioso.

 Me explico: se dice que, cuando una criatura, persona o animal, se enfrenta a un peligro, su instinto lo suele llevar a poner en marcha unos mecanismos de defensa que, por lo general, son, sucesivamente, la huida (marcharse), la lucha (agresión) o la disociación (“desconectarse” emocionalmente de una situación negativa e irremediable). Me resulta sorprendente el parecido de estas reacciones defensivas con las actitudes para con los hijos que tantas veces se reprocha a los padres de hoy en día: el abandono de la familia, el maltrato o la desatención, cada uno en toda la amplitud de su espectro. Nada más lejos de mi intención que disculpar a ningún padre – ni disculparme yo, por la parte que me toca como tal -, pero tras lo sucedido a mi amigo me he quedado enganchado a la idea de que tal vez el “padre” es un espécimen que, consciente o inconscientemente, se siente acorralado por una presión colectiva que le está transmitiendo que no se encuentra capacitado para su función y que, consiguientemente, lo está empujando fuera de su lugar natural, que es el de proteger a sus hijos. Ese mensaje sería el correlato en negativo del ideal actual de padre, un ideal seguramente poco realista y con exigencias incluso contradictorias, una especie de sistema con más incógnitas que ecuaciones que casi todos, al menos en alguna ocasión, nos hemos desesperado tratando en vano de resolver y, tal vez, la presión generada estaría favoreciendo las actitudes defensivas a que nos hemos referido.  En cualquier caso, los niños son tremendamente receptivos y perspicaces, y uno piensa si la propia presunción de que sus progenitores pueden resultar, “per se”, inadecuados para ellos no constituye, de entrada, una importante agresión para cualquier menor, al minar su confianza en las personas que deberían constituir su primera referencia afectiva.

Hay gente que se queja de que, con el desarrollo de la tecnología del diagnóstico, los médicos ya no saben tocar a sus pacientes para averiguar cómo andan de puertas a dentro. Esta referencia al diagnóstico en medicina es sólo un ejemplo; creo que sería muy deseable, no sólo que todos aquellos que de un modo u otro se dedican a cuidar de los demás fueran maestros en el arte de “tocar”, de percibir lo que hay “detrás” de cada situación que se les presenta – muchos ya lo son -, sino, además, que se les dejara hacer. De esa forma, sobre los protocolos de actuación primaría ese arte que le dice al profesional cuándo es necesaria una intervención fuera de lo corriente porque algo va mal. Tal vez esto es sólo una utopía por la masificación, pero si por sistema se actúa como si lo natural no fuera también lo normal, me temo que todo acabará siendo anormal, también por sistema.

 

Foto: «Gran Hermano», de Daniel Lira en Flickr


Una frase:

"El tiempo es lo que impide que todo suceda de golpe."

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